martes, 31 de marzo de 2015

BEGONIA MORADA
               

              Iribarren trasplanta, llorando,  la begonia  morada  en el cantero, un metro y medio de ancho y tres de largo en un patio de siete por siete. Dos meses para construirlo; día y medio para la tierra y las plantas. Sentado en el piso mece su tronco y presiona sus sienes con las palmas. Respira entrecortado. Tiembla. Cagón, soy. No aguanto más los nervios. Ducha y cama es lo que necesito, no pensar.
              Dormita un par de horas. El timbre lo sobresalta. Se asoma por la ventana. Es Tévez su compañero, de particular.
              _  ¡Hola, Vasco! No te pregunto cómo andás, más alterado que…
              _  Ando… Menos mal que viniste.
              _ ¿Cómo no iba a venir ?Tranquilízate y despejá un poco la cabeza.
              _ ¿Les dijiste a los demás, Tévez?
              _ No,  no quiero armar bardo, esperemos, por ahí aparece. Cuando me llamaste estabas del otro lado…
              _ ¡No, si voy a estar chocho!
              _ Eso no te va a ayudar, Vasco. Si se fue el jueves a las nueve de la noche, dando un portazo, hoy es domingo, once de la mañana.
              _ Sé lo de setenta y dos horas, Tévez
              _ Con más razón ¿Te vino la locura? Esperá otro par de días.. Me dijiste que estaban peleando mucho ¿ Por qué?
             _ Me metía los cuernos con un pendejo de veinticinco, ya de antes de casarnos. Pensé que con el matrimonio se iba a arreglar.
             _ Lo peor que pudiste hacer.
 Ahora, con la ley, la poli no me podía decir que no, los iban a acusar de discriminación, pero nunca se pudieron bancar  que yo fuera gay.
             _ Somos una brigada federal, Vasco.
             _  No me terminé de recuperar de la baja, Tévez.
             _ Te fuiste con todos los chiches. Lloraban hasta los más turros. No le des al pasado.
             _ No es tan fácil. Tévez. Y vos ¿ venís de servicio?
               _  ¿Estás jodiendo, no ves que me pongo en una situación de mierda? Vos me llamaste desesperado a la madrugada. Te dije que nadie sabe ¿Qué pasó, se cagaron a palos?
              _ No tan así, discutimos.
              A Iribarren lo apreciaban, lo consideraban buen compañero y firme cuando había que actuar, pero era homosexual y eso era muy difícil. La Policía  soportaba la situación mientras fuera tras los muros. Cuando decidió casarse con otro oficial, la legalización de lo insostenible, puesta como en la mesa de autopsias, colmó la tolerancia. Era una amenaza al equilibrio de la institución. Un hecho que esa brigada no podía sobrellevar. Iribarren y Sánchez tenían que irse. Eligieron un procedimiento de alto riesgo en contrabando y depósito de cocaína con quince días de reclusión previa para estudiar bien el caso, seguros de que iban a tener un desempeño impecable. Así fue y al mes ya les habían dado la baja honorífica, un retiro con discursos, orquesta y lágrimas. Todos aplaudían y agradecían  los años que habían pasado juntos. El homenaje era para Iribarren, pero se lo llevó Sánchez también, a pesar de que lo consideraban mal tipo y fanfarrón.
            Tres meses después del casamiento Sánchez llegaba a la noche muy tarde, nada más para pelear un rato, hasta que un día ya el amor se había terminado, Iribarren no aguantaba ese dolor que él comparaba con una picana en el alma. Se entregó a su otra pasión, las refacciones de su casa. Era fuerte  y hacía todo sin ayuda, les había arreglado las casas a los compañeros, que lo llamaban a menudo. Le encantaba arreglar los hogares ajenos aunque en el propio no podía  terminar nada. Las cosas muy de a poco, como una gotera, como la soledad_ solía decirse. Faltaba mucho, los pisos, la pintura, las aberturas de las puertas, el cantero de cemento que había empezado dos meses antes de la última pelea.
          _ Buen, mostráme un poco la casa. Antes de que abrieras estaba mirando el cantero, de diez, lástima que lo demás parece un desarmadero.
          _   …Estoy mal, Tévez. No me aguanto. No doy más.
          _ El tiempo, Vasco, el tiempo. Mirá, yo también tuve una época, lo pasé jodido, pero después uno se olvida. Te iba a decir… me gusta así el cantero, formando rectángulo con la pared lateral del patio ¿ A ver cómo lo hiciste?
          _ Mejor acompañáme al desván, te lo muestro y de paso me venís bien, da    miedo estar ahí. Hay que salir y dar la vuelta.
         Van a subir la escalera y  como por reflejo Tévez, lleva la mano a su costado.
­         _Te olvidaste la 9 mm, oficial.
         _ ¡...Y la linterna! Prendé la luz hacéme el favor…
         El galpón aéreo desborda cosas. Nunca se ha limpiado. El piso se ve como en borra. Hay vigas tiradas tapando la  luz de la poca ventana.
         _ ¿Tuviste miedo?
         _ Un poco, Vasco, pero queda claro, este despelote es tu locura.
         _ Pasa, Tévez, uno compra y tres meses después todavía no se animó a subir. Donde vivíamos antes no había altillo.
         _  No está mal este desván, si lo arreglás.  Che ¿Compraron ganancial?
         _  Afirmativo, señor.
         _ ¡ No me torees más, Vasco ¡Estoy jugando mis huevos! ¡Vamos! La humedad es insoportable.
          Bajan y con aire distraído Tévez camina la casa.
          _ Contáme qué plantaste en el cantero, Vasco, así me das idea para el mío. Es lo único que te dio ganas de laburar! ¿Es hasta el suelo?
          _ No, es como el que te hice a vos, a la tierra.
          _ Vi que el cemento está muy húmedo, lo terminaste hace dos o tres días.
          _  Sí, lo fui haciendo con mucha fiaca.
          _ Y trasplantaste entre ayer y hoy.
          _ Ya me lo quería sacar de encima… ¿Y vos cómo vas con tu compañero?
          _  Para la mierda. Muy  plano, no se puede hablar de nada, no le importa de nada, mirá, apenas sé que es casado y tiene dos hijos.
           _  Bueno, yo estaba siempre abriendo la boca para decir algo, no podés pretender…
           _  El equipo se dispersó. Quedó cada uno por su lado, pisando la cuerda.
           _ Como todo el mundo.
           _ No me filosofes, Vasco,  vos convertías cualquier quilombo  en un chiste.
           _ Mirá, el espíritu de joda se me fue al carajo.
            _Mucha tirria con lo tuyo pero todo el mundo se divertía. Ahora, siempre malas caras.
         _ Pará, che, no me vas a decir que solo puedo tanta maravilla ¿ Me voy y todo el mundo se jode? Te me estás quejando como una vieja.
         _ Y a mí, hasta me habías enseñado a disfrutar a Eric Clapton. A veces lo escucho. Me acuerdo del tipo de cosas que decías. No las volví a oír nunca más.
         _ Eso porque soy puto.
        _ No, porque sos especial,  siempre estás… viendo el mundo de otra manera, y bueno, hasta yo trataba mejor a los presos. Empecé a mirarlos como personas, después volvieron a ser cosas.
        _ Entre nos, Tévez ¿vos me armaste ese procedimiento de mierda para que me fuera como héroe?
        _ Sí y no, el comisario también, él te quería mucho.
       _  ¡ Ah, ya veo cómo me querían. Los del aguantadero casi me matan, che! Da para pensar…
       _ ¿Desaparecían  los dos y un problema menos? ¡No! No te iba a pasar nada.  A vos no te temblaba la mano a la hora de  gatillar, y nunca pegaste más de un tiro.
       _ A vos tampoco te temblaba, Tévez.
       _ Por eso nos pusieron juntos, Vasco. Decime,  antes de irme ¿Vos… volverías?
       _   A qué, a coserles los uniformes?  Me dieron la baja al mes de casarme.
       _ Digo…imaginando.
       _ ¡Claro que volvería!
       _ ¡Eso sólo quería saber. Eso sólo!
       _ No depende de mí, Tévez, y ya fue. Te acompaño.
       Salen de la puerta de casa. Tévez se acerca otra vez al cantero.
       _ ¡Qué color esa begonia!
       _ La morada, a él le gusta, Tévez.
       _  ¿ Fue lo último que plantaste?
      _ Sí.

      _ Parece un homenaje.           

Silvia Cristina Travi

BEGONIA MORADA nació de una idea que tuvimos con una amiga de escribir algo sobre el matrimonio igualitario que fuera a la vez policial. Y el homenaje es a la hermosa begonia morada que cultivo en mi cantero y no me canso de contemplar.

Silvia Cristina Travi nació en Primera Junta, Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Estudió Letras y Psicología.Es autora y sus cuentos han sido seleccionados en varias oportunidades para formar parte de antologías literarias.

domingo, 22 de marzo de 2015


LOS MUCHOS Y LORENZA (por Claudio Rojo Cesca)

Estoy hecho de pájaros.
Una bandada de pájaros forma el contorno humano de mi cuerpo.
Pájaros grandes y pequeños. Algunos del tamaño de las uñas.
En total son 12.469 pájaros.
Varios miles moldean mis piernas, otros hacen lo mismo con mis dedos y mis manos.
En mi cara he contado casi novecientos, dependiendo de la demanda del gesto. Por ejemplo, cuando bostezo, seis pichones alineados al cuello suben a la boca para agrandar la lengua.
Lo más difícil de copiar la forma humana, fue aprender a imitar una mirada creíble. Hice lo que pude. Soy un poco bizco, mi ojo derecho escapa solito al paisaje izquierdo. Y el ojo izquierdo se queda ahí, paralizado, mirando al frente.
Mi cuerpo hecho de pájaros es imperfecto, pero me alcanza para vivir. Tiene dos manos, dos pies, una nariz que no es aguileña, sino respingada.
Cuando me baño, los contornos se sacuden. Me convierto otra vez en una multitud errática de aleteos y chillidos. Me baño por turnos, porque descomprimidos no cabemos juntos en la bañera.
Una buena ducha puede llevarnos de seis a ocho horas.
Primero se bañan los pájaros más jóvenes, después los adultos, que algo de mundo ya tienen, y finalmente los viejos del grupo, que se toman su tiempo para conversar.
Sé lo que piensa cada uno de ellos.
No todos se llevan bien. Entre el grupo de la cabeza y el grupo de los pies hay una discusión que parece no tener fin sobre qué música debería gustarnos bailar.
La cabeza dice Tango, pero los pies quieren cumbia o electrónica punchipunchi.
Le doy prioridad a los pies y cada tanto salimos y nos amuchamos en la multitud para que nadie se entere de nuestra torpeza inhumana.
A veces los problemas son más serios que el baile.
Un día amanecí con dos pájaros menos en la boca. Los encontré en el lavatorio, muertos, con el pescuezo retorcido. Anduve una semana sin dientes, casi sin poder hablar. Me costó un trabajo en la cabina de anuncios de la terminal. Mi voz en el altoparlante era una melaza atropellada.
Pero qué puedo hacer. Soy muchos, todos distintos. Soy 12.469 pájaros alineados. Cada vez que pienso, soy 12.469 ideas al unísono. Hago órganos, imito sonidos de tripas al mediodía para que se entienda que tengo hambre.
Conseguí trabajo en un diario, escribiendo crónicas sobre accidentes de tránsito.
Aprendí a desarmarme y recobrar mi forma rápidamente, para sortear las inclemencias del tráfico.
Vivo en una ciudad llena de gente apurada. Cada quien ejerce su derecho al apuro como mejor puede. Están los que conocen atajos, los que van a contramano, los que abusan de la bocina.
Yo, en cambio, me desato por dentro. Echo a volar entre los edificios más altos.
Me veo pasar en el espejo casual de las ventanas.
Me vuelvo salvaje, una maraña de cordones grises cortando la luz que ilumina el asfalto.
En las ventanas hay niños que miran boquiabiertos y me señalan.
En esos momentos dejo de existir. Me reemplaza el vacío.
Aterrizo y me armo de nuevo, en un lugar solitario, para que nadie sepa lo que soy.
Entonces, corro hasta un bar cercano y escribo lo que he visto desde arriba.
Le digo al editor: “tres víctimas fatales, dos adultos y un niño. El niño ha perdido parte de la cabeza al impactar contra el chasis del camión. Tiene los ojos abiertos y una remera de hombre araña”.
Para él la remera de hombre araña no quiere decir nada.
Me da las gracias.
Le digo que es mi trabajo, mi sueldo, nada más. Para mí, cobrar a fin de mes es haber renunciado a la posibilidad de hacer poesía.
Prometemos, mi editor y yo, tomar un vino, pero nunca sucede. Es un hombre ocupado, con esposa e hijos.
Mis pichones son demandantes, le digo. El editor asiente, creyendo entender a qué me refiero.
En el diario conocí a Lorenza. Le dicen La Zetuda, Lorenza La Zetuda. Nuestros compañeros se ríen de ella cuando sale de la oficina. Trabaja en el turno de la noche, así que muy rara vez coincidimos. Me cautiva lo que queda de ella cuando se disipan las burlas. Se mueve como un fantasma, sin hacer ruido, sin dejarse notar. Es como los papeles que lleva de un escritorio a otro: lejanos, sombríos.
Una vez coincidimos en la fotocopiadora. Los dos estamos solos, esperando a que la máquina recién encendida entre en calor. El zumbido del motor hace del silencio algo soportable. No sé qué decirle, ni por dónde empezar.
Muy buena tu cobertura en el minizterio, dice.
Golpe de suerte, contesto, convencido de que lo mío no es sólo modestia.
Conversamos un poco más. Pronto se me olvida que zezea mecánicamente.
Casi no la escucho. Su voz se me pierde, es como un paisaje ruidoso que aprendo a desoir para no confundir la dirección del vuelo.
Salimos juntos del diario, a tomar algo a mi departamento. Por momentos se me adelanta y me distraigo mirando su pelo zumbante entre el vientito. Me horroriza la idea de desarmarme en el camino. Que descubra mi desnudez de cosa fragmentada y ya no quiera nada conmigo.
Subimos diez pisos en ascensor. Es un viaje largo. A esa hora de la noche, el edificio está dormido.
Ez lindo aquí, dice.
Hay cuatro ellas, cuatro Lorenzas. Tres en los espejos y una, la que temo espanta con el tacto, a mi lado. Esa Lorenza y yo estamos rodeados por las otras tres.
Medio chico, pero lindo, agrega.
Entramos a casa.
Se impresiona con un afiche de Crumb que conseguí a buen precio en una compraventa.
Zerá que no tengo zenzibilidad para el arte, dice, a modo de disculpa.
Abro una botella de vino tinto y le sirvo una copa. A pesar de que la habitación está llena de sillas, no nos hemos sentado. Lorenza cumple el ritual de meter la nariz bien profundo en la copa para oler el vino. A través del cristal detecto pozos y magullones en su piel blanca. Defectos que van apareciendo, que la vuelven más importante. Mi cuerpo hecho de pájaros se estremece cuando da el primer trago.
Los pájaros que forman mis dedos aletean suavemente hacia su cintura.
Mis uñas se desprenden, después las yemas. Lorenza se descubre rodeada por diminutos ángeles grises. Salgo de mi camisa, que se embolla y cae al suelo, junto con el pantalón y la ropa interior. Lo único humano que queda de mí es mi cabeza flotante. El resto se disemina alrededor de Lorenza. Le picoteo los brazos y la cara, la envuelvo, en el suelo se arma un salpicadero de sangre con pedacitos de piel. Ella corre por todo el departamento, agitando los brazos, para librarse de mí, supongo. Busca una ventana por dónde escapar.
Pero yo no la dejo.
Jamás permitiría que Lorenza haga una locura como esa por mi culpa.



Claudio Rojo Cesca nació en Santiago del Estero en 1984. Escribió, para Nuevo Diario, las columnas “Filmografilia” (2011), “Caja Negra” (2013) y “La Cuerda Floja” (2014). Ha escrito artículos sobre cine para La Gaceta (Tucumán)y también narrativa paralas revistas culturales “Los Inquilinos”, “Tardes Amarillas” (ambas de Santiago del Estero) y “Maten al Mensajero” (Buenos Aires).


SOBRE EL CUENTO “LOS MUCHOS Y LORENZA"

Empecé a escribir el cuento a partir de una imagen que me pareció cinematográfica: un ser construido a partir de otros seres, gobernados por una inteligencia panóptica que hace las veces de narrador.
En las películas de Cronenberg, la metamorfosis asoma por el lado de lo aberrante, y quise acercarme en algo a esa fascinación, pero sin salpicar lo mórbido hasta el final.
El ser, en la imagen, se desintegra, y eso, el acto de fragmentarse, convoca al horror. Lo que vino después fue pensar en la identidad colectiva como algo anatómicamente posible, y jugar a contrapelo con el pájaro (o “los pájaros”) y su resonancia metafórica.

Claudio.Rojas.Cesca

sábado, 21 de marzo de 2015

Jénice con jota  (cuento de Cristian Godoy)

 

La chica nueva de la división tenía los dientes muy grandes y blancos como una tableta de chicles Adams. La primera vez que entró al aula —porque se incorporó un par de semanas después de que hubieran empezado las clases —, una de mis amigas dijo que si se apagaran las luces, igualmente se le seguiría viendo la sonrisa. Lo dijo bajito pero se escuchó igual. La nueva se llamaba Jénice y aunque se escribiera con jota y se pronunciara con ye, ella lo pronunciaba con una i latina. Toda su manera de hablar era diferente y cuando tenía que hacer una pregunta, en vez de alzar el brazo entero, apenas levantaba el dedo índice.
Sus padres tenían una verdulería cerca de mi casa, donde acostumbrábamos comprar. El negocio en sí no era nuevo pero, hasta hacía un tiempo atrás, lo habían atendido otros “bolitas”, así llamaba mi mamá a los verduleros. Cada tanto se quejaba porque la mujer sacaba los cajones a la vereda y no se podía pasar caminando si no era haciendo equilibrio sobre el cordón. Tampoco entendía cómo harían para pagar la cuota de la escuela, los libros, los útiles, el uniforme. Los curas no te regalan nada.
Peor aún me parecía la palabra que usaba mi papá: “cabeza”, siempre en singular aunque estuviera refiriéndose al matrimonio de verduleros. Me hacía acordar a una cabeza alada de ángel que teníamos en casa y que todos los años colgábamos en el techo del pesebre, un adorno de plástico con brillantina que no tenía cuerpo. Entonces imaginaba ese mismo adorno pero con la cara hinchada de Jénice, su pelo de carpincho y dos hojas de lechuga en reemplazo de las alitas. Quién se imagina un ángel morocho.
En los recreos, Jénice no iba al kiosco como la mayoría y en cambio comía unas tostadas horribles que traía de su casa, sentada en los escalones de cemento donde estaba la canchita del patio. Entre sus dientes enormes y las tostadas que parecían haberse puesto duras de la noche anterior, era como ver a un castor royendo un tronco. Nosotras nos quedábamos mirándola desde lejos y nos reíamos aunque se diera cuenta, porque si bien no lo hacíamos de malas, no podíamos aguantar la tentación. También le decíamos la Tostada, le gritábamos que se limpiara las migas del jumper, y le escribíamos cosas en el pizarrón mientras el aula estaba vacía.
Recién comenzada la hora, la Salduti mandó a Jénice que trajera un mapa colgante de la sala de profesores. Siempre enviaban a los varones porque tenían más fuerza y esos mapas eran muy pesados; la otra, que era un corcho quemado, sola no iba a poder. Después de que se fuera del aula, la Salduti dejó pasar unos segundos prudenciales, luego se apoyó contra el banco de Jénice, que era el primero de su fila, y usó un tono distinto de voz, como si estuviera a punto de revelarnos un secreto. Entonces nos pidió que fuésemos más solidarios con ella, que nos hiciéramos amigos, que no debía ser fácil mudarse a otro país. Era la primera vez que la profesora de Geografía nos hablaba de países sin mencionar los nombres.
Tantos de nuestros excompañeros habían repetido el primer año que ahora sobraban bancos en el aula. Por eso, no entendíamos que Jénice hubiera podido llegar hasta segundo con la misma edad que nosotros y siendo tan cuadrada. Seguro que allá no les exigían lo mismo que acá. Los profesores se debatían entre hacerle preguntas para incentivarla a participar en clase, porque si no, se quedaba muda hasta el final, o ignorarla, con tal de que no respondiese una bestialidad delante de todos y se descontrolara el aula con nuestras burlas, el griterío y las gomas de borrar lanzadas al aire.
En una prueba de Biología, me senté atrás de ella en el segundo banco, porque le había prestado mi lugar a una de las chicas que necesitaba copiarse. Aparte de ser buena compañera, a mí Biología me resultaba fácil. Sin embargo, me costó concentrarme por culpa de Jénice, que sacudía una pierna y me hacía vibrar el banco. En un momento en que la profesora no estaba mirando, espié su hoja y vi que no había respondido una sola pregunta. Yo, por otra parte, no había necesitado mi machete —tenía el hábito de prepararlos aunque hubiese estudiado, por las dudas — y cuando me levanté a entregar mis hojas, lo dejé caer hecho un bollito sobre el pupitre de Jénice. Ella se lo metió en el bolsillo y empezó a sacudir la pierna más rápido y a resolver el examen.
A la salida, noté que se quedaba haciendo tiempo conmigo. Estábamos las dos ahí paradas, mirando para cualquier lado, en mi caso, jugando con una hebilla, y en el de Jénice, comiéndose las uñas. Me ponía incómoda no tener de qué hablar y me daba miedo que la Tostada propusiera volvernos juntas. Una cosa era haberle prestado el machete y otra muy distinta, hacerme amiga. Después de todo, yo no la había ayudado porque se tratara de ella en particular o me cayese bien, sino que hubiese actuado de idéntica manera con los demás. Me salvaron las chicas cuando regresaron del kiosco, no el de la escuela sino otro más alejado donde vendían cigarrillos. Ni bien Jénice las vio, pegó media vuelta y se fue.
Mientras corríamos alrededor de la canchita en la clase de Educación Física, Jénice fue reduciendo la velocidad hasta quedar a la par mía. Era más viva de lo que pensaba; había elegido uno de los pocos momentos en que podía agarrarme sola. Yo no tenía manera de adelantarme y sacármela de encima porque sentía que estaba a punto de escupir los pulmones. A pesar de que la otra tuviera las piernas más cortas, era más rápida que el resto e incluso ya me había aventajado una vuelta. Me preguntó si quería ir a su casa después de hora —la odié porque no se quedaba sin aire —. Nadie nos iba a molestar, continuó, porque sus papás trabajaban hasta tarde en la verdulería. Estaba por responderle cuando sonó el silbato de la profesora.
Tuvimos unos minutos para cuchichear con el resto de las chicas mientras se armaban los equipos de handball. Apenas terminé de contarles, intercambiamos miradas. Estaba decidido: todas sentíamos curiosidad por conocer la casa de Jénice. Sólo llamaba la atención que no hubiese nadie, porque hasta ese momento pensábamos que la Tostada tendría hermanos sueltos por todas partes. Eran gente de familia muy numerosa, mi mamá lo repetía bastante seguido, que esas mujeres eran máquinas de parir hijos a los que después no les podían dar de comer. Aunque tal vez Jénice sí tuviera más hermanos, pero no les había alcanzado la plata para los pasajes a Buenos Aires y, mientras tanto, se quedaban a vivir allá.
No le salió disimular cuando se enteró de que yo había invitado a mis amigas sin consultarle, pero tampoco se opuso. La Tostada no era capaz de fingir, ni de hacerle frente a otra persona. Me debía el favor del machete de Biología, al menos eso pensaría ella. Y si no lo pensaba, se lo recordaría yo. La clase había terminado y estábamos todas en las últimas, doloridas y chivando. Todavía faltaba caminar hasta la casa de Jénice, sin embargo, prometió que no quedaba lejos. Le pregunté el nombre de la calle como para orientarme, pero me dijo que no tenía. No era posible que una calle no tuviera nombre, pensé, ni que Jénice todavía no se ubicara tras algunos meses de vivir en el mismo barrio, pero quién tenía ganas de ponerse a discutir. Sólo nos importaba llegar, sacarnos las zapatillas y saquear la heladera.
Elegimos ir derecho por la avenida, a pesar de que fuera más lindo el paisaje de las calles internas donde estaba el barrio de las casitas —así le decíamos los que vivíamos más o menos por la zona —. Tomar por el otro camino hubiera significado hacer cuadras de más y ninguna estaba dispuesta. Cuando llegamos a la altura de los monoblocks y vimos pasar el premetro con un policía a bordo, y unas caras que metían miedo a través de las ventanillas, le preguntamos a Jénice si estaba segura de hacia dónde nos estaba llevando porque más allá de las torres no había nada, solamente un cementerio de autos y la villa vecina. Sin embargo, la Tostada no abrió la boca.
Una de las chicas fue retrasándose, otra directamente se frenó, y al instante todas hicimos caso. En cambio Jénice siguió sola otro par de baldosas, luego también se detuvo y nos dijo que nos entendía, que esa parte del barrio no era la más linda pero que no estuviéramos asustadas porque no iba a pasarnos nada. Yo le respondí que eso no era un barrio sino una villa. Las cagonas de mis amigas bajaron la cabeza a pesar de que estuvieran de acuerdo, no sé qué les daba vergüenza. Jénice también bajó la suya sonriendo de los nervios, dijo chau nos vemos mañana y se alejó rápido por la avenida. Ante una situación similar, estoy segura de que mi mamá se hubiera atajado diciendo que la verdad no ofende. Yo no quiero parecerme, pero a veces se me hace imposible no escuchar sus frases en mi cabeza.



Cristian Godoy

  

Cristian Godoy (Ciudad de Buenos Aires, 1983). Publicó los libros de cuentos Galletitas importadas (Pánico el Pánico, 2011) y Santa Rita (Exposición de la Actual Narrativa Rioplatense, 2014). Algunos de sus cuentos también se publicaron en revistas literarias como Lamujerdemivida, Punto de partida y en antologías como Trece (Grupo Alejandría, 2011), Cuentos raros (Ediciones Outsider, 2012) y Vivan los putos (Eloísa Cartonera, 2013). En 2014 participó en una antología de diez cuentistas argentinos menores de 40 que publicó la revista Punto de partida (nro. 188, Universidad Nacional de México, 2014). Su primera novela, Campeón, aún inédita, obtuvo en 2011 el primer lugar en el Premio Municipalidad de San Salvador de Jujuy.

jueves, 19 de marzo de 2015



Mi demonio preferido



Desde muy joven escribí cuentos y poemas. Luego le dediqué más tiempo a la poesía. Al final me di cuenta que entre una cosa y la otra, si uno sabía leer, no había diferencia, o muy poca. Como si todo estuviera comunicado con todo, y un escritor, en el momento de escribir un cuento o un poema, no debiera desaprovechar esta posibilidad. Adentrarse, como quien dice, en la noche de la escritura, donde todo puede suceder y nada es definitivo. Pero esta idea no es mía. Me la encontré de golpe en un libro cuando tenía 15 años. Su autor era en realidad una escritora Elvira Orpheé, y el libro se llamaba “Aire tan dulce”, aunque también pudo haberse llamado "En el fondo". No importa. Lo que sí  recuerdo es que cuando terminé de leerlo, salí a caminar por mi barrio, en Caseros, y soñé con escribir alguna vez, algo así… Hasta me compré un cuadernito y borroneé algunas cosas! Pero qué difícil es escribir, y sobre todo escribir algo verdadero...
La cuestión es que al final escribí, yo también, algunos libros en verso y en prosa, y de tanto pensar en el asunto, se me dio por armar (con la ayuda de mis alumnos del taller de narrativa) este blog de cuentos y de novelas y de reflexiones, que hacen los escritores en el momento de escribir. Acaso, porque no se termina nunca de aprender. O yo, al menos, siempre estoy aprendiendo algo. Y soñando, sigo soñando con escribir libros tan hermosos como “Las viejas fantasiosas” o “Su demonio preferido”. Pero en fin, por ahora, voy a entretenerme un rato llevando adelante la aventura de este blog. Como conjuro y como homenaje.  A Elvira Orpheé, por supuesto, mi maestra. Pero también a todos los escritores y escritoras que enriquecen, con sus ficciones, la realidad.

Osvaldo Bossi