jueves, 23 de abril de 2015


 Cuando el Coyote recibió su cartita de amor


                                                 
                                                       

 A pocos días de presentar un nuevo libro (Chicos malos, Editorial Conejos) no puedo dejar de recordar la odisea que significó, al menos para mí, publicar el primero, que se llamó(aunque al principio tenía otro título) Del Coyote al Correcaminos. Recuerdo que José Luis Mangieri, gran editor de poesía y maravillosa persona, cada tanto, como para disculparse, me decía: Este año Osvaldito, sin falta, sale tu libro… 

Lamentablemente el libro no salió por su editorial, si no por la editorial de otro amigo, Huesos de Jibia, 20 años después… Sin embargo, esa promesa de publicación, año tras años, sin convertirse nunca en una negativa, de alguna manera puede decirse que me sostuvo. Eso y un texto, una página y media que escribió la poeta Diana Bellessi apenas la conocí. Recuerdo, además, que por aquel entonces las lecturas de poesía eran un lugar de encuentro donde se probaban los textos que los poetas consagrados y los más jóvenes (como yo) dábamos a conocer en un ciclo, a esta altura ya mítico, que se llamó La voz del erizo, coordinado por Delfina Muschietti. Ahí leí poemas que nunca fueron publicados y otros que sí. Pero sobre todo, conocí y leí a poetas de los que después me hice amigo y a quienes sigo queriendo y leyendo hasta ahora…

Pero volvamos al texto de Diana. Se trata de un pequeño prólogo que ella, con gran generosidad, escribió apenas leyó el libro, allá, hacia los finales de los ochenta. Si bien el libro tardó en salir, y luego se perdió en una suerte de naufragio, esas palabras fueron de mucha ayuda. Tanto en el aspecto literario como en el personal, aunque estas cosas, al menos en lo referente a mi experiencia, nunca se separen. Cuando pensaba, por ejemplo, un poco abatido por las circunstancias: Es inútil, yo nunca voy a publicar un libro…- amenazado por una melancolía que iba y venía, cada vez más orgullosa. Yo me salvaba, diciéndome a mí mismo: Pero hay una poeta, una gran poeta, Diana Bellessi, que leyó mis poemas y cree en mí… Tengo que confiar.


Una página y media, publicada recientemente en la segunda edición del Coyote… Algo así como una “tabla de salvación”. Escritas a máquina, las llevé a mi casa y luego las leí y releí, muchas veces, como una cartita de amor y como una promesa. Hoy, después de tantos años, y a punto de publicar un nuevo libro, vuelvo a leerlas. Imagínense. Yo era nadie y una poeta grande, verdadera, decía estas cosas de mí. Sin ella, sin los editores, sin los amigos que después vinieron, sin la gente que cada tanto se acerca y me dice cosas muy lindas, conmovedoras, sobre mis poemas, como dije en otro lugar hace poco, yo me hubiera perdido en la oscuridad.

A todos ellos, y a Dios (que, según Drumond de Andrade, no sabe lo que hace) otra vez, muchas gracias. Como buen paranoico al revés, siempre pienso que todos, de una manera o de otra, se complotan, para que las cosas salgan a mi favor.

Osvaldo Bossi


Nota: Sé que este es un blog de cuentos... Pero díganme si este no es un un buen cuento. Para mí, al menos, el mejor cuento del mundo!


miércoles, 22 de abril de 2015

SIRENAS

A la madrugada habíamos sentido  portazos, gritos, vidrios rotos. Yo miré para el balcón  pero no vi nada. Alguno llamó a los bomberos. No sé por qué la gente llama primero a los bomberos. Llegó la autobomba con el Chiodi, que ahora lo ascendieron a jefe del cuartel, otro tipo que no había visto en mi vida y un gurí que si tenía diecisiete años era mucho, de esos pibes enclenques del otro lado de la ruta, que había que encontrarlo debajo de todo ese uniforme. Me golpearon la puerta antes de entrar, siempre quieren testigos, por los cuervos.
 La puerta de calle parecía cerrada pero apenas la tocamos se abrió sola hasta chocar contra algún desnivel del piso. Era esa hora de la mañana en que ya no es de noche pero todavía no es de día, esa hora en que cualquier cosa es posible. Vi la mesa grande del comedor y, encima, los jarrones inmensos, igual que la primer noche pero ahora, en la oscuridad, parecían árboles, o santos con las manos levantadas. Algo gemía por el lado de la cocina y corrimos todos, el Chiodi también, y el otro tipo que no conozco,  pero el llegar a la cocina solo encontramos al gato que rajuñaba la puerta. Chiodi golpeó el vidrio  para espantarlo, Se hizo un silencio y escuchamos en alguna parte, algo que goteaba  por lado de la entrada. Había olor a flores muertas, a incienso. Sentí un dolor agudo en un pie y resbalé  en algo untuoso, caliente. Me caí y  sentí punzadas también en las manos. Alguien,  prendió la luz y  entonces vi los vidrios rotos por todas partes y toda esa sangre, todo el charco de sangre en el que estaba tirado. El piso, los muebles, las paredes estaban llenos de marcas de  sangre. La vitrina del cristalero reventada. Caminamos entre todo eso, entre libros deshojados, vajilla rota, zapatos, ropa por todos lados. Me golpeé el pie contra una valija tirada  en medio de la sala. Una cartera caída. Asomaba por la abertura el borde amarillo y verde de un pasaje de tren. Tropezamos con la pata de la mesa; los jarrones que estaban encima se bambolearon; las ramas  se movían para un lado y para el otro, parecían manos que nos decían, váyanse, váyanse. El Chiodi se agachó y apuntó con la linterna, todos nos agachamos y entonces la vimos, una de las sirenas estaba tirada sobre la alfombra. Era una sola, tenía la cadera y el cuerpo envuelta en una venda muy apretada, que ahora era su mortaja. Ella, quién sabe cuál, tirada boca abajo, la cara hundida en su propia sangre. el Chiodi se santiguó y el otro se tocó, no sé por qué el huevo izquierdo. La dimos vuelta, el bomberito y yo, y vi su boca hermosa cerrada en este gesto, como dormida. Sola, sin la otra,  a mí me pareció un monstruo. Me pareció espantosa, su cara perfecta pegoteada en sangre negra. Pero lo que me aterraba es la otra que faltaba ahí. Ese vacío. En la mano apretaba un papel todo enchastrado de sangre. No me busquen, tenía escrito. Reconcocí en seguida la letra del Facha. Cuando tratamos de sacárselo de la mano, se nos desarmó. Quién iba a decir, cuando empezó toda esta historia que la cosa iba a acabar así.
 Uno, le parece que se olvida; y cada tanto, se acuerda. Esos domingos que no juega Boca, por ejemplo, se me viene todo, todo a la cabeza. O  como hoy, que llueve que parece que se para el mundo, que no amanece nunca.
Qué sé yo.

Llegaron una noche de noviembre, la sirenas. Creo que era un martes.
Yo no las vi llegar. Era tarde, y ya ninguno de nosotros creía un pito de todo eso. Hacía meses que las esperábamos y nada.
La voz se corrió por todo el barrio a mediados de agosto. Yo estaba en el bar, con los muchachos, era una tarde de invierno gris, nos estábamos pegando un embole tremendo, ya ni ganas de jugar a las cartas teníamos. Creo que el que vino con el chisme fue el mismo Facha, que en ese entonces hacía de viajante. 


Lo que son las casualidades, el mismo Facha.
Sí, fue el Facha. Me acuerdo como si fuera hoy, el Facha que estaciona la Cupé Fuego acá mismo, acá, en la vereda. Yo estaba en esta misma mesa, estoy seguro; lo vi por aquella ventana cómo bajaba del auto y entró. Salud, muchachos, dijo y se acomodó ese pañuelito de seda que usaba invierno y verano, con el cuello de la camisa blanca abierta, ese aspecto de tipo fino de Capital que le gustaba siempre dar. Por algo le decíamos el Facha, ¿no? A que no saben de lo que me enteré, dijo, revoleando el llavero del auto, como hacía siempre.
Y ahí nomás nos contó que se había enterado  que la casona enfrente a mi ferretería se había vendido al fin. Que la habían comprado unas mujeres de la Capital, que se hacían llamar las Sirenas. Lo que son las casualidades. El mismo Facha fue el que nos trajo la noticia de las Sirenas.
El Chiodi y el otro que no conozco  la cubrieron con el mantel, a la pobre; el bomberito y yo, mientras, caminamos hacia el hall. Algo goteaba o golpeaba por allá adelante y a medida que nos acercábamos lo íbamos escuchando más fuerte. Tic, tic. Al llegar a la escalera sentimos los pies mojados y vimos un agua rosada caía  peldaño por peldaño por peldaño, tic, por peldaño. Tic. 
Puse la mano en la baranda y antes de subir miré al gurí que me acompañaba, no llegaba a los diecisiete, la cara llena de granos, el pelo achatado, ahí donde el casco inmenso se le corrió para un costado. El también me miró, ya no le interesó disimular el horror y el asco, hizo una arcada, se dobló en dos, parecía que iba a vomitar pero no,  una arcada seca que le hizo saltar lágrimas por los ojos esos de huevo duro que tenía. Pensé que iba a hablar. Que iba a decirme algo como, papá. O, por dios. O, sáqueme de acá. Pero no. Quién sabe para qué nos miramos. Para que yo vea, tal vez. Que vea en sus ojos ese horror que se debía ver igual que el mío, ni más ni menos. Mi mano en la baranda caía exacta sobre una huella de sangre.
Quién hubiera dicho, cuando llegaron, que esto iba a acabar así. El mismo Facha fue el que nos trajo la noticia de las Sirenas.
Mal no nos vino el chisme, le digo. Era invierno, los días cortos, oscuros. Ya nos habíamos cansado de hablar del último carnaval y faltaba tanto todavía para el verano. Acá en el pueblo ya no se chimentaba de nada, a quién le interesaba ya con quien se acostaba la mujer de Gandulfo cuando el tipo se iba con el camión a Paraguay. A quién le interesaba, si con nosotros no se acostaba, y si ni a Gandulfo mismo parecía  interesarle, ya. Ese año,  no había nada de qué hablar, ni  escándalos, ni inflación ni nada. Hasta de lo del joyero estábamos hartos de hablar.
 En el boliche corrían fuerte las apuestas.
Hacíamos apuestas por cualquier cosa. Todo el tiempo. Se apostaba mucho. Duro. Por cualquier tema. No sabe lo que era esto acá. Las apuestas que se levantaban. Eso en la época del Gallego. Ahora el Gallego no está más, está este pibe que ni te sabe destapar una cerveza. y ahí nomás se armó la primer apuesta: que eran putas, seguro, decía Orlando. Que eran cantantes, El Facha. La apuesta la ganó  el Gallego, que dijo que para él se llamaban Sirena y punto. Y nos contó   que en su pueblo había una familia  que se llamaba Sirena. Siete hermanos, todos varones y se llamaban Sirena. Había que ser macho, decía el Gallego, para llamarse Sirena en mi pueblo y bancarseló.  Qué lástima que el Gallego no está más, los hijos lo pusieron en el geriátrico. El pobre Gallego que lo único que quería era morirse atrás de ese mostrador. Ahora este palurdo que ni una cerveza le sabe tirar. Apostábamos cualquier cosa, las cervezas, la nafta de todo el año, a ver quién las veía primero, a ver qué eran, si llegaban esa semana.
No sé quién fue el primero en verlas. Creo que Gandulfo, que andaba por acá, porque el tema este del precio del combustible lo tenía bastante parado. Gandulfo, sí. Entró a lo del Gallego y nos dijo, como loco: gimenas. Qué, le preguntamos. Simelas,  gritó.  Qué, le volvimos a  preguntar, ahora cagados de risa. ¿Lo vio alguna vez al Gandulfo? Estaba sacado, mire: se pasó la mano por la frente: gemelas, dijo, ya más aplacado. Y sirenas. Gemelas. Sirenas de verdad, decía Gandulfo. Y nos contó de un tirón de las bocas, de los ojos, del pelo, de las manos. Más o menos cuarenta años, unas tetas de campeonato. Y nosotros, que nos estaba jodiendo. Que no podía ser. Claro que no eran sirenas, dijo, mosqueado. Lindas como sirenas, había querido decir. De dónde, preguntó El Facha: que  dónde las había visto. Y Gandulfo:  en el balcón del  primer piso. Y yo: Si no ves tres maturros en un burro, vos, Gandulfo. No sé cómo no te estrolaste todavía con el camión, se le rió el Facha. Qué loco, el Facha, si hubiera sabido. Pero qué va uno a saber.
Uno a veces piensa que se hubiera podido evitar. Pero claro, con el  diario del lunes hablamos todos.
El bomberito me miraba, con el casco torcido que se le caía de la cabeza, de tan grande que le quedaba y yo vi mi mano apoyada en esa huella de sangre y pensé, ella me está dando la mano, pensé: ella  me llama. Su sangre y la mía mezcladas.  Subí los peldaños de a tres, no conocía esa parte de  la casa. Pero sabía a dónde ir alcanzaba con seguir las huellas, el camino de la sangre ahí, le juro, como si lo estuviera viendo: la puerta del baño está entornada, la empujé con el pie. adentro del cuerpo sentí un vacío de plomo. El aire no quería entrarme en los pulmones. No la veía,  no la escuchaba pero sabía que estaba ahí. La canilla de la bañera estaba abierta, el agua rebalsaba y corría por el piso, todavía era agua limpia, más allá se tenía que juntar con la sangre. entendí eso y sentí un escalofrío, giré la cabeza y la encontré justo a mi espalda, tirada detrás de la puerta. El pelo oscuro le caía por los hombros, en mechones pegoteados de sangre negra. Y a pesar de todo sigo sintiendo que nunca vi una cara como esa, una boca como aquella. Qué locura. Una boca única, aunque yo sabía que en el piso de abajo, aplastada contra la alfombra, pegoteada en su propia sangre, había otra exactamente igual.
No sabe lo que fue verlas aquella tarde en el balcón. No sabe lo que fue. Antes que nada, antes  que el pelo, antes de  las manos, los cuellos,  fueron las bocas. Ah, si usted las hubiera podido ver. Si las hubiera visto, mire. Idénticas. Carnosas.  Hechas para una cosa. Una y solo una cosa, mire; y la erección que tuve, fue para darles gracias  de rodillas, después de tanto tiempo de no sentir eso en el cuerpo.
El aspecto que habremos dado. Dios mío. Lastimoso. Derretidos, ahí en la vereda, parados en la vereda de mi ferretería, mirándolas como bobos: Gandulfo, de bombacha y alpargata, y boina en pleno noviembre, que Gandulfo no se sacaba la boina ni para bañarse. El Facha, pañuelito al cuello,  se arreglaba el bigote y se ponía el dedo índice y el mayor entre los ojos, así, ve, para  peinarse las cejas.
 Ellas se presentaron desde arriba. Se reían. Una dijo que se llamaba Sol. La otra, enseguida, que se llamaba Luz. Apenas nos hablaron algo me trastornó. No se lo dije a nadie, para que no me tomen por loco. Pero ellas hablaban y me pasaba algo raro. Mire. Le hablaban desde el balcón, pongalé, pero usted se daba vuelta. Le venía de darse vuelta, porque parecía que le estaban hablando de atrás. Qué hablando. No hablaban esas dos, no hablaban. Era como un canto que le hacían. Les veía las bocas moverse ahí adelante, en el balcón pero le llegaba la voz esa de atrás, que le soplaba la oreja. Qué iba  a decir eso que me pasaba. A quién. a nadie. Para qué. Para que me digan chiflado. Me lo quedé para mí. Como tampoco le dije a nadie de lo que me había dado cuenta. En seguida me di cuenta, yo, que tenía la ferretería en frente de su casa, que me pasaba horas, como un bobo mirándolas, que no eran tan idénticas. En seguida me di cuenta. en seguida. No, miento. Miento: idénticas sí, eran. Pero eran distintas. Una era más vivaracha, la que decía llamarse Sol. La otra, Luz, un poco más apagadita. Sol  miraba con una cara,  movía las manos, llenas de pulseras,  hablaba  que parecía que estaba gozando, le juro.  Igual la otra, Luz, la apagadita, no se le quedaba atrás. Ojo. Bastaba que Sol  dijera algo,  empezara a hacer cualquier cosa que la otra parecía despertarse y  ya saltaba, como si quisiera pasar al frente, hacerse notar también ella, lucirse más. Pero lo que yo me di cuenta es que, la realidad, ella nunca tomaba la iniciativa. La iniciativa la tomaba siempre Sol, siempre y ella acompañaba, no, acompañaba. No. elevaba la apuesta, la quería sobrepasar. Yo lo vi eso. Le juro que lo vi. Cuando uno apuesta se da cuenta siempre de eso. Del brillo de los ojos.
Del hambre.
 Y ahora esa boca hermosa,  martirizada, todavía me sonreía, las manos entrelazadas apretaban el tajo con fuerza, como queriendo retener las tripas que se le escapaban por la abertura de ese cuerpo   tronchado de la cintura para abajo. Miré y al principio no entendí nada, no comprendía lo que veía.  Seguía línea de su cuerpo desnudo, que de pronto terminaba en unos flecos. En eso me di cuenta: son los intestinos. Eran los intestinos, nomás. Vi los intestinos, y algo que me pareció, ahí,  un pedazo de hígado, y la hoja de un hacha, un hacha que seguro la vendí yo, en la ferretería, alguna vez, un hacha como tengo treinta, sesenta en la ferretería, ahí, pegoteada a la carne,  haciendo de base de aquel pedazo de cuerpo, el mango sobresalía hacia la izquierda Ella que  apretaba con fuerza las manos contra su cuerpo, sostenía el hacha, como queriendo juntar todo,  evitar que se le pierda el cuerpo por ese agujero terrible.
Sonreían las dos el día de la fiesta de fin de año. Llegamos temprano, empilchados todos. Ellas estaban en el fondo del comedor, nos invitaban a pasar con esas sonrisas que tenían, que era para decirles las Sirenas, nos esperaban atrás de una mesa grande, llena de todo tipo de cosas, estaban arreglando rosas en dos floreros enormes. Caminaron hacia nosotros, dándonos la bienvenida. En cuanto dieron dos pasos hacia la puerta, y salieron de atrás de la mesa, las vimos: a más de uno nos flaquearon las piernas: las dos cabezas hermosas, con esas bocas que para mí estaban hechas para una cosa, que era recibir, por turnos, esa erección impresionante que me habían regalado. Las tetas eran de campeonato, de campeonato, no le miento. Pero ni tiempo de mirarlas mucho, porque ya vino la cintura monstruosa, ahí donde los dos cuerpos se unían en uno solo. Le juro. Le juro por esta. Como un nudo tenían en la cadera y de ahí solo dos piernas.
 Nadie hablaba. Solo El Facha dio un paso al frente y le entregó a cada una su caja de bombones.  Estuvo bien El Facha. Se notaba que había vivido en la capital. Una le agradeció, la más alegre, le dio un beso en le mejilla. La otra, la apagadita, en seguida se despertó y pasándole una mano por el cuello, le dijo muchísimas gracias y le plantó un beso casi en el borde de la boca.  Qué ricos  dijo una. Riquísimos dijo la otra, que se apuró a abrir la caja y a agarrar un bombón. Mordió uno, lleno de dulce de leche y le puso la otra mitad en la boca a El Facha. Un hilo de dulce quedó colgando entre las dos bocas. Pasen. Pasen todos, dijeron después. No me animé a darles las botellas de sidra que les había llevado, me parecieron poca cosa al lado de los bombones y con disimulo las dejé al costado de una maceta. Linda noche, dijo Sol. Hermosa noche para cantar, para bailar, dijo Luz. Yo pasé, un poco impresionado.
Y ahí volví a ver cómo funcionaban, las dos atentas con todos, eso sí, pero sobre todo muy atentas una a la que hacía la otra, y entonces creo que fue por eso que se me ocurrió preparar esa apuesta idiota que vino a terminar como terminó. Uno con el diario del lunes habla siempre, ¿no? Eso me dice el Tuerto cada vez que me viene la culpa. La cosa es que yo las vi. Las vi como funcionaban. Que calor dijo una, mirándolo al Facha. Me sofoco, dijo en seguida la otra y se abrió un poco la blusa. Ahí estaban esas tetas que ahora ya no me daban tantas ganas de sopesar. Me sentaría en la terraza, dijo la primera, abanicándose. Pero yo me quiero sentar acá, dijo la otra y le corrió un poco el abanico que con el aire la despeinaba y se agarró del respaldo del asiento donde estábamos sentados El Facha y yo. La primera, Sol, se quedó con la cara un poco fruncida, fue solo un momento, porque en seguida nos miró uno por uno y sonrió: qué se les ofrece para tomar.  La otra nos puso una sonrisa que nos dejó bobos a todos: una sonrisa así y te olvidabas de las caderas, y de la cosa esa, una Sirena de verdad , y en seguida, otra sonrisa y esa voz que te raspaba la piel de la oreja: ¿vino, champagne, cerveza, agua mineral?
La fiesta terminó de madrugada. Nos fuimos yendo de a uno. Yo casi el primero, pero El Facha se quedó hasta el final. Gandulfo fue el anteúltimo en irse y lo vio en el sillón,  no muy despierto, se había sacado el pañuelo del cuello, lo tenía una de ellas enrollado en el brazo, y la otra le ponía bombones, uno tras otro en la boca. Tenía los ojos brillantes y el pelo todo revuelto, de tanto que lo toqueteaban las Sirenas, un poco acá un poco allá, y estaba un bastante borracho. Y una le daba un bombón y otra le servía más vino. Y una le contaba un chiste y otra le decía qué linda risa. Cuando se fueron las ultimas mujeres, la cosa se puso más lanzada, decía Gandulfo, y ya los tres,  ellas y el Facha eran uno solo en el sillón, una le metía la lengua en la boca, la otra por la oreja. Gandulfo salió sin que lo acompañen a la puerta. Le pidieron que cerrara fuerte la puerta al salir.

El agua que caía de la bañadera se juntaba con su sangre y corría por debajo de la puerta del baño. La sangre roja, la sangre negra, se mezclaba con líquidos amarillos, con líquidos oscuros, descompuestos. Me agaché, le acaricié la cara perfecta, y le corrí el pelo. Respiraba. Todavía respiraba. Abrió los ojos y me miró. Gracias, dijo. La voz era débil. Soplada. Pero seguía siendo esa voz que le conté, esa voz que avanzaba en ondas, que confundía el aire, vi su boca moverse  pero la voz me llegaba de atrás, me susurraba en la oreja. Gracias, dijo y sentí su aliento cálido que me acaricia la nuca. Su voz. Su voz de sirena me acariciaba a mí.
Me dio bronca saber que el Facha se había quedado con ellas. Y al día siguiente, apenas lo vi, le dije: Esas minas son mucho, hasta para vos, Facha. El se quedó duro, la sonrisa clavada como colgándole de la cara, y los ojos como en el aire, como bailándole en dos pozos de aire. Si hubiera sabido. Si hubiera sabido. No sabe el silencio que se hizo, todos miraban al Facha y el Facha quieto, lo único que se le movían eran los ojos, que nos miraba a todos, rápido, como ojitos de pájaro, nos iba midiendo. Facha, dije como para cortar el mal momento, aceptá, son mucho hasta para vos. No les duras tres meses. Para qué. Fue peor. encima no sé qué le habrá dado risa de eso a Gandulfo, que largó una carcajada y casi tira la cerveza de un codazo. El Facha ,e puso blanco, parecía muerto, solo los ojitos, le digo, que se movían como locos y le empezó a subir desde el cuello un color rojo que parecía que iba a reventar, así, sin moverse, parecía que iba a reventar, los ojos saliéndose de las cuencas. Tragó saliva, se pasó la mano por las cejas, como hacía él, para peinárselas y ahí nomás me plantó la apuesta: seis meses. Seis meses con las sirenas y me quedo con tu ferretería, dijo.  Se escupió la mano y la estiró. ¿Y yo qué iba a hacer?
Acá se apostaba fuerte. Por todo. Apostábamos de todo y por cualquier cosa. Esa frase fue un fósforo en un barril de pólvora. Y yo le había mojado la oreja, enfrente de todos. Y él a mí. No teníamos vuelta atrás. El Facha me miró serio, movía el llavero así en la mano, como lo movía él y me plantó la apuesta ahí nomás, enfrente de todos, para que no me echara atrás. Seis meses viviendo con las sirenas, y se quedaba con la ferretería.  Nos miramos un rato en silencio. Yo estaba arrepentido de haber dicho eso. Y me parece que él tampoco tenía muchas ganas de lola, pero la cosa se había pasado de la raya y ninguno de los dos iba a arrugar. La ferretería, me apostó. Nada menos que la ferretería, me apostó.  El daba su Cupé Fuego. Es poco, Facha, dije como para disuadirlo.   A mí de que me sirve ese auto, decime. Fundido, como todo auto de viajante. Se quedó un rato en silencio. Pensé que habíamos zafado, bastaba con que dijera, arrugaste o algo así y todos nos hacíamos un poco los boludos, abríamos una cerveza y la cosa seguía como antes y en dos días nadie se acordaba. Ya estaba por pedirle la cerveza al Gallego cuando escucho que dice: el terreno del río. El auto y el terreno del río contra tu ferretería. Seis meses es mucho tiempo, Facha. El auto y el terreno del río contra tu ferretería, volvió a decir con la boca tan cerrada que apenas se le entendió.  La cosa se había puesto espesa de verdad, pero mire si me iba a echar atrás. Cerramos la apuesta ahí. Con Gandulfo y el Gallego de testigos. Nos dimos la mano. Traté de que no se me notara el temblor de la mano cuando se la estreché. Ninguno miró al otro a la cara.
Su aliento cálido que me acariciaba la nuca. Su voz. Su voz de sirena, me acariciaba a mí. A mí. Respiraba.  No me explico cómo, pero respiraba y cada vez que respiraba algo burbujeaba ahí debajo de su cuerpo, moviéndole esas tripas, ahí, y toda esa sangre yéndose por el agujero de la rejilla, o pasando por la rendija debajo de la puerta e inundando la alfombra afuera, cayendo por la escalera,  corriendo por la casa, detrás de la otra, hasta alcanzarla, hasta unirse otra vez con la otra, como no tenía que haber dejado de ser nunca. Fue ella, dijo, y sentí sus palabras otra vez que me besan los oídos.

De ese día no lo vimos más al El Facha. No lo vimos más es una forma de decir, porque yo sí lo vi. Yo lo veía siempre, siempre desde la ferretería. Pero por acá no pintó más, ni por el bulo de la Polaca, ni siquiera lo vimos en los carnavales. Vida de casado, hizo desde ese día con las Sirenas. Yo no hacía otra cosa que mirar a ver si lo veía salir al balcón. Apenas lo veía me cruzaba a saludarlo. Siempre andaban los tres juntos. Nunca solo.  Nunca me ofrecieron de pasar, me saludaban desde arriba, siempre amables, siempre contentos. Ellas a veces me hacían llegar frascos de dulces, budines que preparaban. Y después yo les comentaba, desde la vereda lo rico que habían estado. Le hablaba a Sol, pero ella nunca llegaba a contestarme, se asomaba Luz en seguida y decía, lo hicimos esta mañana o es una pavada hacerlo, y los tres sonreían, contentos. Los tres. Siempre contentos, los tres, las caras sonrientes; ellas, con esas bocas que alguna vez yo había soñado acá abajo, pero ahora, de solo pensarlo, se me ponía la piel de gallina. Ellas  hermosas y él, siempre impecable, bien vestido, bien planchado, como antes, como cuando recién había llegado de la Capital, para ser gerente del Banco. No volvió por el boliche ni nadie se lo encontraba nunca en ningún lado. Solo lo veíamos un rato, cuando se asomaban los tres al balcón. Y nunca solo. Siempre con ellas. Así que nunca le podíamos preguntar nada de lo que queríamos saber y yo me preguntaba qué iba a hacer el día que me pidiera que le pague la apuesta. Se lo veía bien, eso sí. No se podía afirmar lo contrario.
Un día no aguanté más, les toqué el timbre, de caradura. Me hicieron pasar. Siempre simpáticas, las Sirenas, nada que hiciera pensar que las incomodara o que llegara en mal momento. Puro sonrisas, las dos, con esas tetas bailoteando a medida que caminaban, arreglándose el pelo. Cada tanto, claro, se les enredaban los brazos o una le ponía el dedo en el ojo a la otra. Se reían, entonces. Con una risa rara. Al Facha, de cerca, se lo veía un poco cansado, ojeroso. Sol me ofreció tarta de frutillas, Luz ya me estaba poniendo un pedazo en el plato. El agarraba a Sol de la mano, Luz le rodeaba la espalda con su brazo. Vamos al baño, dijo una. Después, dijo la otra. Tengo una semilla entre los dientes, tengo que ir al baño, Luz, dijo sol. No discutieron, fue solo un intercambio de miradas y un cierto tironeo del cuerpo en común. Al fin se levantaron y se fueron al baño, Antes de salir de la sala, Luz se dio vuelta y le hizo un gesto al Facha, que no entendí bien. Fue un gesto seco, rápido, que hizo que Sol, desprevenida, se chocara la frente contra el marco de la puerta. Del fondo del pasillo  no vi que se encendiera ninguna luz. Escuché sus voces, como un eco, no pude darme cuenta de  donde venían. Se superponían. Una hablaba como siempre, con su forma húmeda, honda. Pero la otra era aguda, irritante, como si la estuviera haciendo pasar por una flauta. Paré la oreja, a ver si lograba entender alguna palabra, pero no, nada. Por un momento pensé que estaban hablando en otro idioma. Dijeron una o dos cosas más y después se quedaron en silencio. Volví a mirar al Facha. Sonreía, pero a mí no me engrupió. Tenía una sonrisa rara, no sé, como de desesperado. ¿Y?, le dije. ¿abandonás? Se acercó en el sillón y me miró con esa cara que tengo clavada acá. Acá la tengo clavada, esa cara, día y noche, día y noche, la tengo clavada, con los mismos ojos de aquella otra noche, esos ojos que parecían haberse soltado de la cuenca de los ojos. Estaba por hablar, estaba por decirme algo, cuando se abrió la puerta con un gesto tan brusco que los vidrios de las ventanas cimbraron. Volvió a poner la sonrisa de cartón esa que estaba poniendo antes y se tiró para atrás en el sillón.
Cuando quieras, cruzate a la ferretería, le dije.
O pasate por el boliche, le dije.
Él seguía con esa sonrisa en la boca, pero los ojos los tenía como congelados.
A las ocho me fui. De eso ya hace dos meses.

Algo decía. La alcé un poco pero me arrepentí, la sangre parecía querer caérsele toda junta. Volví a apoyarla en el piso, pegué la oreja a sus labios. Volvió a hablar y ahora también los labios me rozaban. Esos labios, ahora, me rozaban, me rozaban a mí, ella me hablaba, susurrando al oído, y algo en el pecho se me hizo como de metal fundido y después se me enfrió como una piedra. Yo no quería. Dijo. No quería seguirlo. Para qué, digamé. Para qué seguirlo. Que se fuera nomás, si eso es lo que quería. El aire no me pasaba  por el pecho y sentí un golpe en la espalda. Al principio no supe qué era ese golpe; me tomó de sorpresa y me empujó el cuerpo hacia adelante. Otro golpe y de mi boca salió como un gemido, y  otro golpe más que me sacudió. Y otro más. Y a cada golpe, un gemido y las lágrimas me empezaron a caer sobre la cara de ella, sobre su boca, sobre su cuello y a correr entre los pechos. Ella se sacudía a cada convulsión mía, en cada llanto. Volvió a hablar: Yo no quería ir a buscarlo. Dejá que se vaya, le dije, pero ella quería ir igual. Contrató una persona, para averiguar dónde estaba. Anoche supimos que estaba en una pensión de Santa Fe. Yo no voy, le dije. Yo no voy. Ni muerta voy, le dije. Pero ella estaba como loca.  Ella quién, le pregunté. ¿Vos cuál sos? ¿Cuál sos? Le volví a preguntar. Pero ella ya se estaba yendo, los ojos como de cal, ya estaban viendo algo que yo no veía, algo que no era yo; y yo, a su lado,  ni siquiera sabía  reconocerla. Respiró una vez más.  Cuál sos, le volví a decir. Y lloré. Cuál sos, pero en verdad  yo siempre supe quién era, y eso fue lo peor de todo, y la voz no me salía y las lágrimas me caían por adentro y me caían por afuera y se me metían entre los labios. Rolando, dijo. Y me miró.  Me sonrió. Me miró y me sonrió pero no me veía. Sonreía a eso otro que estaba viendo, a través de mí. Rolando, dijo y su mano soltó el tajo, soltó los intestinos y se alzó a mi cara pero no llegó. Murió antes y su mano cayó sobre mi brazo. Los ojos le quedaron abiertos y algo que se les apagaba, que se les hacía sólido, arenoso. La piel se le volvió blanca, como si se hubiera vaciado. La piel vaciada, no sé de qué otra forma decirlo. Tenía una mano en mi brazo y  los dedos  de la otra mano trenzados entre sus tripas, sus intestinos y el mango del hacha que la partía y la sostenía, la boca se le relajó en una última sonrisa que fue para Rolando.
Encontraron la Cupé Fuego en el puerto. Tenía las llaves en el limpiaparabrisas. En la guantera encontramos el título de propiedad del terreno, a mi nombre. En aerosol, pintado de verde, decía en la luneta, Ganaste Tano.

Su última palabra que oí de ella, Rolando.
Rolando,  dijo. 
Rolando.
Nadie, sabe, nadie le decía nunca Rolando al Facha. 

Flvia Pantanelli


Sobre el cuento: Escribí este cuento como parte de un proyecto que se llama Carne Rota que va a ser publicado por Modesto Bidar, en noviembre 2015. me interesa mucho, en este proyecto, hablar sobre la forma en que rompemos a los otros, al tratarlos como carne.


Flavia pantanelli: escritora argentina. Sus cuentos han sido publicados en antologías y revistas . Entre ellos , la antología digital LA FRONTERA DURANTE, de Ediciones Outsider.
 Su libro de cuentos HACEME LO QUE QUIERAS acaba de ser publicado  por Ediciones Outsider.

miércoles, 8 de abril de 2015

    

Globos




Desde que llegó al hostel, Javier no pudo dormir más de dos horas, el griterío de una novela mexicana atravesaba las paredes despertándolo a cada rato. Salió de la habitación, cruzó el pasillo que separaba las habitaciones del cibercafé que el hostel ofrecía a sus clientes. Al entrar en la sala, el volumen lo forzó a entrecerrar los ojos, el acento mexicano era lo que más le molestaba. Cuando pudo acostumbrarse al ruidaje, notó que sólo había una vieja en el ciber, sentada al frente de dos computadoras, una reproducía un capítulo y la de al lado el siguiente. Las voces se mezclaban y hacían imposible seguir la trama, sólo se podía saber que se trataba de una novela en las intersecciónes de primeros planos con música de suspenso en una pantalla y los monólogos sobre la desgracia absoluta en la otra. Los parlantes saturaban con los avisos comerciales que interrumpían en los cambios de escena. Javier se acercó, inclinó la cabeza para que la vieja lo mire. Un broche de plástico verde le estiraba el pelo hacia atrás, se movía rígido cada medio minuto, cuando los ojos cambiaban de pantalla. Tenía los brazos cruzados sobre las piernas y la boca semiabierta a punto de rebalsar la baba acumulada. Le movió un hombro, como no reaccionaba trató de bajar el volumen. La vieja gruñó al ver la mano de Javier acercarse al teclado, un hilo de baba le corrió de los labios al cuello.
Volvió a la habitación, se cambió de ropa, para despejarse de los ruidos que venían del ciber salió a buscar la feria del libro. Caminó dos cuadras hasta la calle principal, eran las seis de la tarde y los negocios seguían cerrados. En una esquina vio a cinco chicos jugando al futbol, se acercó para preguntarles por la feria. No habían marcado los arcos, se pasaban la pelota alejándose, esquivando grietas y cruces de calle sin mirar los semáforos. Javier los corrió una cuadra y media. En un momento los chicos se metieron por un callejón. Escuchó el festejo de un gol y no los volvió a ver. Al seismil la calle principal se transformaba en avenida. No habían autos o personas circulando. Se escuchaban bocinas y ruidos de motores lejanos. Javier se paró frente a una vidriera que exhibía dos maniquís desnudos en pose de estar jugando una pulseada, el perdedor tenía la cabeza inclinada hacia atrás. En el fondo se podía ver a un tipo que  bailaba con otro maniquí de un solo brazo. Apenas notó la presencia de Javier, dejó caer al muñeco y salió del negocio.
—¡Pará, no te vayas! —Javier se dio vuelta, el tipo estaba agitado como si hubiera corrido varias cuadras, en la camisa tenía un cartel que decía Marquitos —Tenés que escuchar éste, me lo contó un chabón del depósito... dice que van dos viejas a un consultorio... no, no, una pareja de viejos y el médico los llama, pero pasa la vieja no más... pará, asi no, ¿era un hospital?, la cosa es que el médico le dice a la señora que se saque toda la ropa y la revisa, pasa que no podían tener hijos y por eso van a la consulta y el médico le entra a dar a la vieja ahí en el medio de la camilla y le dice... no, me olvidé otra vez... a ver, ¿cómo era?
Siguió caminando, Marquitos insistía con tics en los ojos Era que la vieja había perdido el bebé, qué boludo, y por eso van al hospital. Cuando le preguntó por la feria, Marquitos quiso saber a qué iba, Javier dijo que quería conocer y en una de esas comprar algún libro. Mirá, yo te acompaño a la parada del 12, ese tenés que tomar, y para devolverme el favor me compras un maniquí, ¿dale? Trató de explicarle que no tenía tiempo, que era incómodo caminar con un maniquí por la calle, pero Marquitos ya había sacado un recibo y le explicaba que podía pagarle a cuenta, que en ese mismo instante ordenaría la entrega a domicilio desde su negocio. Firmó y vio a  Marquitos perderse calle abajo dando saltos de alegría. Javier fue alejándose de la avenida por caminos paralelos. A través de una peatonal, llegó a un barrio de calles adoquinadas. Todas las casas eran de un revoque grueso sin pintar, separadas por ligustros. Se paró frente a un portón y aplaudió, en la ventana distinguió sombras que iban y venian, mal iluminadas por una lámpara, nadie abrió la puerta. Encontró una parada del 12, en cada cuadra había más de cinco, algunas a pocos metros de distancia. Esperó más de quince minutos, no pasaban colectivos ni taxis. Se hacía de noche, la iluminación de la calle era mínima, pensó que lo mejor era volver al hostel. Había dado tantas vueltas que no supo por donde había llegado, la numeración de las calles se perdía en pasajes sin nombre. Cerca de un canal había una casa de la que salían globos amarillos, uno atrás de otro formando una hilera larga que se elevaba al cielo. Javier rodeó el patio de esa casa, del otro lado del alambrado estaba la chica que inflaba los globos. Tenía la cara pálida y la boca manchada con una mezcla de labial y saliva. Un vestido con caballos de carrera en miniatura le llegaba a los tobillos. Al terminar de soplar ataba los globos con un piolín que cortaba de un ovillo y los soltaba. Javier se trepó al alambrado y le gritó hasta que la chica se dio vuelta sin dejar de soplar. ¡La feria del libro!  ¿Sabés dónde queda la feria del libro? Ella, mientras hacía un nudo con el piolín, le contestó: No puedo desperdiciar aire, seguí los globos.

Del otro lado del canal, Javier encontró unos gazebos blancos que se extendían detrás de las casas. A tres cuadras estaba la entrada principal, iluminada por un foco de bajo consumo. Era un túnel larguísimo dividido en dos por una hilera interminable de mesas. Nadie cuidaba los libros que se exhibían en los stands, Javier era el único que recorría la feria. Buscó entre las editoriales Amenarka, Siete Efes y Terciopelo marmolado. Se tentó de robarse Malabares en Zona Sur, de Patricia Visconti; las primeras veinte páginas mostraban dibujos a mano de una selva amazónica, en el centro de las hojas aparecían bigotes recortados de una revista de espectáculos. Miró a los costados, se puso el libro en la parte de atrás del jean y siguió hojeando otros títulos. Encontró uno en el que las páginas no estaban cocidas, en vez de la numeración tradicional, tenían puntos suspensivos para que el lector ordene la novela a su gusto. A diez stands de donde estaba Javier, cayó el primer tomo de un libro encuadernado con dos cortes de chapa de zinc y una bisagra que se desprendió al golpear el suelo. El otro tomo estaba en lo más alto de un exhibidor,  Javier se subió a una mesa para sacarlo, guardó ambos libros bajo su remera. Los bordes de metal le raspaban la piel mientras buscaba una salida en las paredes de tela del gazebo.
Afuera se encendieron las luces de las calles. Las sombras de una multitud se filtraban a lo largo del gazebo. Javier se escondió bajo una mesa. Escuchó como las ventanas, jarras, vasos y fuentes estallaban contra los adoquines. Algunos se subían a los postes de luz y rompían los focos con sus propias manos. En el medio de la euforia se escuchó un grito: ¡Paren, boludo! ¡Hay un herido, esperen! Al rato llegaba más personas con copas de cristal y se olvidaban de los accidentes. Javier tironeó del mantel, los libros que caían los apilaba entre su pecho y el piso. Cortaron la tela y entraron, los stands cedieron a las patadas y el amontonamiento. Elegían los libros más gruesos y pesados para revolearlos contra las columnas que sostenían el gazebo. Las astillas de vidrio rozaron la cara de Javier, los tenía a seis mesas de distancia. Abrazó los libros que había robado y se arrastró hasta asomar medio cuerpo. Un charco de nafta le mojó los pantalones. Se dio vuelta, así podía elegir los libros que sacaba de la mesa. A través de un rectángulo transparente en el techo del gazebo pudo distinguír los globos amarillos que seguían subiendo, cada vez a menos distancia uno del otro. La hilera se cortó, las luces se apagaron, el último globo que vio no tenía piolín. 

                                                                                                                  Diego Fernando Font

Biografía Diego Fernando Font nació en Tucumán en 1991, estudia Historia en la Universidad Nacional de Tucumán y participa en los talleres literarios Ampersand y El juguete rabioso.

Sobre Globos: Este cuento es uno de los últimos que escribí para mi primer libro. Lo escribí inspirándome en una visita que hice a la feria del libro en Córdoba. A medida que el texto iba avanzando surgían otras imágenes, más ligadas a la parte onírica con la que busco trabajar mis cuentos. La idea era lograr una sensación de que todo puede pasar en el relato, que los caminos por los que se mueve la trama sean azarosos e impredecibles, que todo fluya sin que el lector note los límites de la estructura.

viernes, 3 de abril de 2015


 Anoche

anoche en navidad rompí todo. dice mi hermana juli que gritaba por las rejas a las cinco de la mañana, gritaba que no, que no y me lastimé las manos con alambre mientras les aullaba a los vecinos que aún dormían. dice que lloré mucho contra el pasto y después en un rincón de la cocina. lloraba, me dice juli, porque nunca tuve un hijo con mi ex y porque me estaba despidiendo de esa casa. dice que después me levanté enloquecido y cansado de llanto y revolée una heladera de rolitos al 504 de mi viejo que está estacionado desde que él murió hace cinco años.

lloraraba, me dice juli, cuando agarré las llaves del auto. ni mis dos hermanas ni mi vieja querían que yo manejara y, cuando forcejeamos por las llaves, tiré a mi vieja al piso. yo quería irme en el auto así como estaba, irme de violencia y llanto, irme veloz y de chapa. quería que ese fuera mi suicidio y no me molestaba matar a alguien en el proceso de mi muerte. ahora sé que jamás voy a matar a alguien.

me encerraron dentro de la casa de ciudad evita donde crecí, y yo golpeaba las paredes y pateaba las sillas, rugía de dolor y golpeaba el piso con mis puños. les enseñé que las sillas podían revolearse, que una reposera sola podía romper el parabrisas del 504 casi sin puntería y haciendo muy poca fuerza. creo que lo aprendieron. quise ahogarme en la pileta sucia y lanzar botellas vacías contra el quincho, quise romper todos los vidrios de la casa, denunciando la falsedad de su reflejo. creo que también pensé en mi viejo y lo putée mucho por la mierda que se olvidó acá.

finalmente me dieron las llaves del auto, pero trabaron el portón y volví a quedar encerrado. yo me trabé en el asiento de atrás y me quedé durmiendo con las ventanas arriba. un poco morí de calor. dormí ahí hasta el mediodía. dormí en cuclillas y respirando fuerte, con los puños y los dientes apretados de enojo y de pesadillas.

me dice juli que mi vieja no durmió, que se quedó baldeando, que juntaba los pedazos de vidrios del suelo, que manguereó toda la madrugada para sacar las astillas peligrosas y los palitos de las estrellitas que encendimos varias horas antes con mi sobrina de seis años. juli dice que mami, toda tan menudita, se quedó acomodando el desastre que yo había dejado. cuando me lo dijo, pensé que mi familia y yo esperamos ese final desde que nacimos, y que ese desastre ya estaba escrito, y que era el menor de los sacudones que nos había tocado.

al día siguiente, al levantarme, me dolía mucho la cabeza y entré todo transpirado a comer a casa. mi otra hermana me sirvió vittel de mi vieja y me dijo que siempre al otro día es más rico, como me gusta a mí. nos sentamos a comer y mi vieja estaba re-contenta. comimos y jugamos a los dados. cuando quise abrir una cerveza todas las mujeres de mi vida dijeron que no, que vayamos a la pile, que el día estaba lindo.

ahora mi vieja se sienta en una reposera en el patio, bien cerca de nosotros con sus crocs que le regaló papá noel y que no le hacen doler el juanete. se le cierran los ojos. le digo a mi vieja que se haga una siesta, me dice que no quiere dormir, que no tiene sueño. lo dice con esa negación del dolor que tiene desde que soy chico. en cambio, jugamos una escoba del quince entre risas.

sé que mami no quiere dormir porque quiere pasar el 25 todos juntos, comiendo el pan dulce con mate y viendo todas las selfies que nos sacamos la noche anterior. yo creo que mami no quiere dormir por otra cosa.

yo creo que mami no quiere dormir porque esta es la última navidad en esta casa que parece que ya se vende, el último 25 en nuestra casa, que es mucho más suya que nuestra por todos los años y todos los recuerdos que a ella le traen. y también porque esta casa, antes de ser una casa, fue su proyecto y su sueño, fue también todas esas cosas que no se compró para así comprar esta casa, y fue también fuente de todos sus miedos.

sentada en la reposera, mami no duerme porque quiere recordar todo para siempre, mami quiere guardar esa cena y ese almuerzo y ese vittel y ese pan dulce como el último de todos juntos en esa casa, mami quiere devorar, con sus ojos adormecidos, esa tarde hermosa de verano con toda la familia alrededor de ella, mami quiere hamacarse con la brisa y los sonidos de su nieta jugando conmigo en la pile, de los dos riéndonos para siempre. mami quiere abrazar, mientras cabecea de sueño esta postal de lo que fuimos y lo que pudimos ser.


también sé que mami sabe editar sus dolores, porque para mami los destrozos de anoche son también un gran recuerdo. con mi juego de muerte tan descarnado, ella también recuperó algo (lo sabe ahora que está adormeciéndose en la reposera).

anoche, cuando yo salté del techo al suelo y me lastimé la rodilla con los vidrios del piso, ella se sintió un poco más madre y más joven y con más energía. creo que anoche mami no durmió, sobre todo, por eso.

porque para mami ser madre es como tomar un par de rayas, pero rayas de otra cosa, que también te mantienen mucho más despierto y mucho más arriba.  siento que anoche yo fui más hijo, porque desde que murió mi viejo yo había dejado de ser hijo, y también siento que ella pudo ser más madre.

siento que anoche fue su noche. no la mía.

Mati Prieto


Sobre el cuento: 

No se me ocurre un comentario os, la pasé bien cuando lo escribí, buscaba reconstruir lo que pasó, jugar al dominó con lo que duele



Matías Prieto, Nací en Merlo, Buenos Aires. Hijo en tránsito a padre. A veces escribo, otras nomás me desgrabo.


jueves, 2 de abril de 2015


El ardor

Desde chico me gustó el olor de la nafta. Incluso me iba a una estación de servicio cerca de mi casa para estar cerca de los surtidores. Los empleados me dejaban ayudarlos y cada tanto me daban unos pocos billetes. Pero a mí no me importaba en absoluto eso: mi mayor premio era el aroma profundamente dulce y excitante de la nafta. A veces me llevaba un bidón lleno de súper a mi casa y cada tanto, siempre de noche, le daba un sorbito. Me destruía la panza, pero no podía dejar de hacerlo. El médico de la guardia del hospital ya sabía mi nombre y me retaba. Después era mi papá el que se hacía cargo y me pegaba con la chancleta en la nuca. “¿Por qué lo hacés, Pendejo?”, me preguntaba. Yo en vez de contestarle vomitaba.    
A medida que pasó el tiempo, dejé de tomar la nafta para empezar a usarla como combustible de mis experimentos. Con un amigo empezamos a juntar distintas cosas (maderas, plásticos, telas, metales, y mucho más) y las hacíamos arder por el simple placer de ver al final las cenizas. Lo hacíamos en un descampado que había cerca de nuestro barrio. Nadie nos molestaba. Eran tardes hermosas de vino y del calor de nuestro fuego.
Y fue una de esas veces en las que mirábamos el cielo completamente borrachos que uno de nosotros, no recuerdo cuál, se preguntó en voz alta por el olor de la carne humana al fuego. Nos incorporamos casi a la vez. Miramos el bidón y quedaba bastante súper. Nos paramos y el pensamiento del ardor de la carne nos hizo pasar el pedo un toque. Ahí recuerdo claramente que la pregunta fue mía: “¿tu casa o la mía?”  

Walter Lezcano

Sobre el cuento
Nació de una invitación de Tiempo argentino a escribir a partir de una foto. Y el fuego siempre me pareció un material que podía dar para mucho. Lo que pasa es que siendo algo tan peligroso, pensé, de alguna manera hay que estar enamorado de él para manejarlo.
Misteriosamente, lo escribí con mucha rapidez. Fue cosa de ver la imagen y que surgiera la voz, que es lo único que necesito para que surja la historia. Y pienso que, tal vez, sea una historia que se puede continuar, que tiene una vida más extensa. Tal vez.  

Bio
Docente de Literatura en colegios secundarios.
Editor en Mancha de Aceite.
Periodista freelance: aparecieron textos en Crisis, Brando, Revista Ñ, Rolling Stone, Ni a palos, Eterna Cadencia, suplemento Cultura de Clarín, Radar de Página/12, suplemento Cultura de Tiempo Argentino, Inrockuptibles, Bacanal, Otra Parte y Anfibia.
Publicó Jada Fire (Difusión Alterna, 2011), Los Mantenidos (Funesiana, 2011), Tirando los perros (Gigante, 2012), 23 patadas en la