domingo, 31 de mayo de 2015


                       
                                         
Gracias,pa

Subieron un poco antes de la Zavaleta. Eran cuatro, dos de veintipico y otros dos de doce o trece. Al principio creí que venían juntos porque se parecían, pero me equivoqué. Ropa vieja, demasiado grande, oscura, sucia, incongruente. La mirada esquiva, el gesto hosco, los hombros hundidos. El olor. Se fueron para el fondo. Yo estaba en el último asiento al lado de la ventanilla. Los demás pasajeros se levantaron y se corrieron hacia adelante. Inclinan la cancha, pensé. En el bondi, ahora, adelante está la defensa, también pensé. Yo me quedé con mi libro de química.
Los chicos se pararon en los escalones de la puerta trasera. Uno de los adultos se sentó a mi lado, el otro se acomodó mirando el piso.
Mi vecino quería charla.
--¿Qué lee, don? —preguntó.
--Química —contesté mirándolo a los ojos, bolitas negras espejadas con un punto de luz. Tenía la cara achinada, triangular, cejas poderosas y el pelo en dos alas de cuervo, con raya al medio.  
Mintió una cara de admiración, la boca se le torció hacia la izquierda, los párpados se abrieron y la cabeza asintió cortito.
--¿Es profesor, usté?
--No, estoy leyendo para ayudar a mi hijo que tiene prueba.
Esta vez la sorpresa fue vívida. Me miró y después al libro, muy serio. 
--¡Fijate,vo!Usté sí que debe ser un buen padre. ¿Escuchaste, boludo? ¿Oíste? –le dijo al que estaba a su lado.
El otro no le contestó. Se subió la capucha y sacó algo del bolsillo. Lo acercó a la cara escondida.
--Éste está turuleco —me dijo disculpándolo. –Lijao -- agregó moviendo la mano, curvando la muñeca y pegando con el dorso a una mosca inexistente. De inmediato volvió al tema.
--Mi viejo a mí no me daba ni la hora, nada. Ni sabía dónde estaba yo, qué hacía ¿entendé o no? Yo a los nueve año me fui de mi casa, vivía en la calle con mis amigo. Yo si tuviera hijo…
La frase quedó sin terminar y vaciló en el aire, después se dio la vuelta y le volvió a entrar por la boca, subió hasta la cabeza, giró un rato y volvió a salir. Como si se despertara de un trance gritó:
--A éstos, a éstos –señalando a los chicos—. Si fueran mis hijos los cagaba a trompadas.
Los pibes lo miraron entornando los ojos e inclinaron la cabeza como si fueran a torearlo.
--¿Qué te pasa gato? —le dijo uno.
--Sacate la gorra, gil —lo apuntó el otro con el dedo sucio.
Le hacían señas con las manos. Manos como pájaros enfermos, como garras. Signos amenazantes, incomprensibles para mí, con los dedos chiquitos, con los pulgares, con las palmas medio negras, medio rosadas.
Paró el bondiy se bajaron todos menos el de la capucha. 
--¡Chau, don! – me saludó mi admirador.
--¡Chau!— contesté. Suerte— agregué bajito.
En esa misma parada, la de la villa, subió una mujer. No tenía ropa, se tapaba con pedazos de telas anudados y en capas. La piel de la cara y las manos era gris, una combinación de mugre y palidez. Nos repartió unos papeles. Miré el mío y esperé ver la estampita o la nota de la compasión en formato estándar. Pero no, era un papelito en blanco cortado con las manos. Nada más. No decía nada. La realidad se me desordenó como si viera todos los lados de un cubo al mismo tiempo. Ella volvía a pasar retirando sus mensajes de aullidos mudos. Los ojos se le movían veloces, de izquierda a derecha. Murmuraba cosas ininteligibles. Le di diez mangos y no los miró, no reaccionó, y entonces supe que ya no estaba ahí. Que se había ido y había dejado su caparazón. Tuve que hacer un esfuerzo para volver a la tranquila convención de siempre. Disimulé.
El flaco de la capucha empezó a hablar solo y a mover las manos. Los pasajeros desprevenidos que habían ocupado los asientos vacíos se fueron también para adelante. De pronto, levantó la cabeza y miró con los ojos desorbitados. Se paró para bajar y un cigarrillo cayó y rodó por el piso del colectivo. Un paquete de Malboro quedó desarmado en el asiento. Lo chisté y no me oyó, entonces me levanté, le toqué el hombro y le hice un gesto hacia los cigarrillos olvidados.
Los recogió y después se sacó la capucha. Sonrió. Nunca hubiera imaginado que podía sonreír así. Sonrió como si precisamente ése fuera su momento para ser feliz. Se transformó. Su mano abierta se deslizó hacia mi hombro, extendiendo lisa bajo la palma un corriente de completa confianza.
Me palmeó y dijo: ¡Gracias, pa!
Y bajó.

Lucrecia Labarthe

 Lucrecia Labarthe nació en Buenos Aires en 1960. Hace dos años que escribe. Antes solamente leía. Participa en talleres literarios.

Sobre “Gracias, pa”

Mi marido pasa por la Zavaleta todas las noches al volver del trabajo. Este cuento está basado en las cosas inesperadas, intensas y maravillosas que le suceden en este viaje.

miércoles, 27 de mayo de 2015


                                                                         


         
                                                             
                                                                  ULÁN

Hay un animal que se aparece en las noches de lluvia. Recostado sobre mi regazo, duerme   placentera y profundamente. Es peludo, redondo y azul,  tiene seis patas con garras parecidas a las de un gato; su hocico es pequeño, y perfecto, igual que un perro de raza. Su nariz, púrpura, respira de forma lenta hinchando su cuerpo como un globo, hasta que parece estallar. Un segundo antes exhala y sonríe como si supiera la paz que me transmite; sus ojos siempre están cerrados.  La  cola,  larga,  ondea fiel al misterio que encierran los días lluviosos. Decidí ponerle Ulán, que en un dialecto asiático quiere decir lluvia. Nunca me atrevo a despertarlo, ni siquiera lo molesto. Invariablemente cuando aparece tengo el mismo sueño: camino por una calle de casas enormes, enormes. Ulán duerme cerca de un umbral. Me acerco, y una voz me dice: la inteligencia es el laberinto donde nos escapamos cuando nuestra realidad duerme. El sentimiento que tengo, al despertarme, está siempre cargado de una piedad secreta. Lo único que queda, cuando me levanto, es su cola que, al tocarla, se transforma en agua.

Manuel Bernal

Manuel Bernal (Capital Federal 1978). Escribe cuentos desde los 24 años más o menos, participó en talleres de cuento y novela en la biblioteca nacional, también  talleres de forma personal. Desde fines del 2013 que asiste al taller de Osvaldo Bossi.


Sobre Ulán: siempre quise escribir sobre un animal fantástico como en el libro de Borges El libro de los seres imaginarios. Vi un corto animado basado en un cuento de Dostoievski donde aparecía  un animal en los brazos del protagonista que me inspiró para escribir.


  

viernes, 22 de mayo de 2015


Lavadero

Llego al lavadero y Mel Gibson está en el fondo leyendo el suplemento deportivo del diario. Adentro del local siempre hace un calor insoportable. No importa la estación del año, Mel siempre está en remera. Apoyo la bolsa de consorcio sobre el mostrador. Hola, vengo a dejar esto para lavar. Mel husmea el contenido de la bolsa como si fuese un inspector de la aduana. Luego me mira, espero que me haga un reproche por no separar la ropa entre blanca y de colores, está bien, está bien, para mañana tengo todo listo. Genial, respondo. Entonces pregunta ¿cómo anda tu mamá? Bien, supongo, no la veo desde que me fui a vivir soloMándale saludos, hace mucho que no la veo. Se mudó con el marido a otro barrio ¿Se casó? Mirá vos, no sabía nada.
Le dejé la plata para un lavado y secado y me fui. Detesto ver esos ojos libidinosos cuando hablan de mamá. De todos modos, estoy acostumbrado. Mi mamá es muy hermosa, realmente. Mi papá -que no era ajeno a los sentimientos que despertaba mamá en otros hombres- nos encargaba a mi hermano y a mí que nos pongamos detrás de ella para que no le miren el culo. Cumplíamos el mandato paterno a raja tabla. Una vez, yendo a la escuela, me puse detrás de mamá intentando taparle el culo. Estábamos  pasando cerca de unos camioneros de ellos, según papá, había que cuidar a mamá más que de cualquier otro hombre y profesión. Los camioneros aman los piropos. Parecía que estaba haciendo bien mi trabajo porque uno me gritó córrete, pibe, que me tapas la visual. Me di vuelta y le hice fuck you. El camión arrancó y al pasar escuché con una madre así, mi papá duerme todos los días en el piso. Cuando volví a casa le conté todo a papá. Me escuchó con atención y me felicitó. Sentí que el pecho se me inflaba de orgullo.
El desperfecto técnico que nos había dejado sin lavarropas estaba en el tambor. Se había roto uno de los ejes. Mamá justo se estaba bañando y el lavarropas escupía agua como si fuese un volcán en erupción. La cocina se llenó de una espuma irrefrenable que fue cubriendo cada centímetro de las baldosas color crema. Llamé con un grito a mamá que salió corriendo de la ducha, pero no pudo hacer mucho. Vinieron distintos servicios técnicos, todos nos daban soluciones provisorias que invariablemente se descalabraban a los días. Dado ese ciclo de arreglos y roturas, mamá empezó a lavar la ropa a mano. Usaba un balde color rojo y jabón blanco. Pronto la tarea se volvió titánica. Mamá tenía que lavar la ropa de mi hermano, la mía y la de ella. Decía que sus manos se iban a estropear, que no valía la pena el esfuerzo.
Un día mamá se cansó y empezó a llevar la ropa a lo de Mel Gibson a dos cuadras de casa. Iba a hacer el lavado y se quedaba un rato tomando mates y conversando. Creo que Mel también se había separado hacía poco tiempo. Creo, también, que Mel tenía sentimientos por mamá. Una vez le pregunté ¿qué onda con Mel Gibson? Nada, hijo, somos amigos.
Un martes lluvioso volviendo del colegio pasé por la puerta del lavadero. Mamá estaba en el fondo, apoyada en las secadoras enormes con una pierna flexionada. Mel sentado frente a ella no podía quitarle los ojos de encima. Se paró y caminó hacía donde estaba mamá, llevándose por delante los churros y las medialunas que junto al mate ocupaban el mostrador. Le acercó la mano a la cintura. Tardó unos segundos en apoyarla en su totalidad. Lentamente fue rodeando a mamá y atrayéndola hacía su cuerpo. Nunca había visto temblar a mamá así. Me pregunté por qué mamá no tenía vergüenza. El local era todo vidriado, estaba a metros de casa y la podía ver cualquier vecino.  Una fuerza incontenible, como la de mil maquinas en proceso de centrifugado, se apoderó de mí. Abandoné mi posición estática y entré al lavadero con la determinación suficiente como para hacer sonar el llamador de ángeles que colgaba tras la puerta de vidrio. Cuando mamá me vio, le quitó la mano a Mel de su cintura. Él me miró con una cara de odio que todavía recuerdo. Le había escupido el asado. 
No supe si eso se lo tenía que contar a papá o no. A esa altura, ya estaban separados. Quería que papá me felicite una vez más, pero él no estaba bien. Se la pasaba fumando solo en la oscuridad de su departamento. Repetía la vida me engañó. Me pareció mejor no decirle nada. A él también le habían escupido el asado.


Maximiliano Cosentino

Bio

Maximiliano Cosentino (Buenos Aires, 1984) estudió psicología y filosofía en la Universidad de Buenos Aires. Docente en el CBC. Dicta talleres de escritura académica. Concurre con regularidad a los talleres de escritura de Osvaldo Bossi y Mariano Dorr. Formó parte de la organización del Ciclo Necesito Oler Limón. Parte de su producción escrita se puedo encontrar en https://perspectivaderana.wordpress.com/

Sobre el texto


“Lavadero” es parte de una novela en la que estoy trabajando: Multiple Choice.  La idea fue representar una escena de pèrdida de inocencia a través del deseo erótico de la madre del protagonista. 

viernes, 1 de mayo de 2015


Lejos aquí
por Enrique Solinas

La casa de los abuelos era lo suficientemente espaciosa como para correr de un lado al otro y agitarse; llamar desde el fondo a alguien que estuviera en la puerta de calle y que se oyera una respuesta lejana e imposible; lo suficientemente grande como para olvidarse del mundo y vivir por siempre así, en reclusión perpetua, convencidos de que eso era lo más parecido a un paraíso.
A la muerte de los abuelos, papá puso en venta la casa. Recién apareció un comprador cuando él bajó el precio y yo disminuí mis expectativas por conservarla. Quise persuadir a papá y, si bien casi lo logro, su esposa era la más interesada en vender.
—Voy a construir dos torres con cocheras, sí, dos torres —dijo el futuro dueño cuando firmamos el boleto—. Es un gran terreno, en la ciudad no es fácil conseguir algo semejante.
Y esa sensación de vender una casa al mismo tiempo que alguien compra un lote, me hizo tomar conciencia de que, una vez más, algo iba a desaparecer de nuestras vidas sin que lo pudiéramos evitar. Con papá preferimos esquivar miradas, conversar sobre el clima y quedarnos en silencio. Días después me habló para que fuésemos el fin de semana a la casa. Primero le dije que no, que estaba ocupado, que tenía mucho por hacer. Pero lo escuché con atención y me di cuenta de que él estaba tan triste como yo. “Entendeme, hijo, ayudame; solo no puedo entrar allí.”
Papá tenía que decidir el destino de todo lo que había y no era trabajo fácil. Yo estaba un poco nervioso, seguro vendría Celia, su esposa, le daría órdenes para cumplir, intentaría dármelas sin éxito. Desde que se casaron, la habré visto tres veces y es mucho decir. Nos mantenemos alejados y eso es sano, pero ella se encarga de borrar toda la vida de papá antes de que se conocieran.
Me costó abrir el candado de la reja porque estaba oxidado. Hacía un año que nadie visitaba la casa ni se realizaba mantenimiento. El jardín había crecido demasiado, las plantas existían en estado salvaje, pero ese desorden tenía su gracia, era el orden caótico de lo natural. Papá llegó minutos después, me saludó, miró el jardín, dijo “¡Qué barbaridad!” y pasamos al primer patio.
—Pensé que ibas a venir con Celia.
—No, ella tenía cosas para hacer. Me dio una lista —y estiró su mano, acercándomela. La miré por encima y se la devolví diciendo:
—Debería haber venido. En todo caso separá lo que quiere y después lo discutimos.
Papá bajó la vista y guardó tímidamente el papel en el bolsillo del pantalón.
—Hoy está pronosticado lluvia, ¿viste? —dijo y sonrió.
—Entonces tenemos que apurarnos. Lo más práctico es decidir lo que no se quiere. Dejamos en su lugar lo que desechamos y llamamos a la Iglesia para que lo vengan a buscar. Lo que queremos, lo ponemos en el comedor y llamamos a una mudadora. No es necesario que lo llevemos todo hoy.
—Sí, está bien, está bien. Dale, vamos a ver los libros.
Y como si no hubiera pasado el tiempo, como si hoy fuera siempre ayer, abrimos las puertas del escritorio y sí, allí estaba la biblioteca, intacta, esperando desde hacía tiempo a que alguien le prestara atención. Los libros de mamá, algunos míos, otros de papá y de los abuelos, como si fueran nuestra gran memoria.
El olor a encierro era molesto. Abrí las ventanas y el aire nuevo, mezclado con el aroma del jardín, lo invadió todo. Papá sonrió e inmediatamente buscó su libro preferido. Le sacudió el polvo, le pasó la mano por la tapa y se sentó para revisarlo.
—Mirá que no tenemos mucho tiempo, dale.
Ya no me escuchaba. El padre, una vez más, se sentó a leer Los aviones de la Luftwaffe, las hojas salidas y amarillas daban cuenta de las veces que lo había leído, pero siempre lo hacía como si fuera la primera vez. Y yo me quedé contemplándolo, tantas veces lo vi hacerlo y de nuevo lo volvía a mirar, tantos años pasaron, las arrugas en su rostro, el pelo blanco, los ojos bordeados por un color grisque delataban todo lo que en su vida contempló.
—Ay, papá, nunca vas a tomar decisiones, voy a recorrer un poco así veo lo que hay.
Abrí todos los cuartos, fui al segundo patio. Había tantas cosas que íbamos a tardar más de lo que pensábamos en vaciar la casa. Aquello que no pudiéramos sacar, quedaría. Quizá la gente de la Iglesia no quería todo y, tal vez, el nuevo dueño le encontraría uso o, simplemente, conocería a alguien que le fuera útil aquello que dejábamos. De repente, en el galpón, encontré una mesita decó que estaba en mi cuarto y que yo utilizaba para apilar libros, apuntes, un montón de cosas. Se me cerró el estómago, no recordaba que estaba allí. La levanté y la puse en el patio de adelante. Mi departamento estaba repleto de muebles, pero no podía dejarla abandonada. Me acordé de mamá, las veces que habrá ordenado mis papeles para que yo los vuelva a desordenar. Porque había tanta historia en esa casa, tanta, que papá se negaba a hablar para seguir viviendo, como si aquello que no se nombra, nunca hubiese existido. Un día, de repente, mamá desapareció sin dejar rastro. Yo tenía diez años y la verdad es que poco entendía sobre lo que pasaba. Papá y los abuelos nunca volvieron a hablar sobre ella, retiraron sus fotos de los retratos, guardaron en el galpón sus efectos personales y luego los tiraron, mezclaron sus libros con los demás, borrando toda huella. Los rumores fueron variados: que se fue con un amante, que se cansó de nosotros, que la fue a buscar un auto verde al trabajo, que planeaba huir desde hacía tiempo. Una tarde nos llamaron de la comisaría para avisarnos que estaba en el hospital, en terapia intensiva; que su estado era delicado; que no había nada por hacer. La pude ver durante quince minutos en una única visita, al mismo tiempo que un policía me indicaba que hiciera rápido. Estaba en coma, casi no la reconocí. Tenía moretones en los brazos, en la cara, el pelo sucio y desprolijo. Descorrí la sábana y le froté los pies como si eso aliviara su condición. Recé para que viviera, recé para que descansara en paz. Murió una semana después y, desde entonces, nunca más se volvió a hablar sobre mamá.
Regresé del galpón con la mesa y la dejé adelante. El olor a tierra comenzó a hacerse más fuerte, la lluvia aparecería minutos después.
—Papá, dale, no me dejes solo.
Pero papá continuaba leyendo su libro y cada vez que lo leía, los aviones de la Luftwaffe entraban en Francia una vez más, invadían París sin escrúpulos; tomaban la ciudad, derribaban las puertas de las casas, mataban a los judíos y a los que se oponían; la guerra traía hambre y el hambre, desesperación y miedo; los aviones sobrevolaban la apática ciudad, amenazando con lanzar bombas como cigüeñas que se deshacen de infantes molestos.
Yo lo miraba en silencio y pensaba en todo aquello que nunca nos dijimos, “Si mamá estuviera aquí...”, por ejemplo, “Si mamá viviera...”, pero no podía terminar las oraciones, el corazón me latía fuerte y no podía respirar. Lo miraba a papá y me preguntaba si éramos parecidos. Buscaba en su cara un rasgo que compartiéramos, un gesto donde reconocerme, algo que delatara nuestra relación porque, en gran medida, sentía que éramos desconocidos.
—Papá, si querés, podemos suspender la venta. Yo sé que Celia insiste, pero si fuera por ella hasta me vendería en el mercado. Pensálo, todavía estamos a tiempo.
Papá me miró y sus ojos perdidos brillaron en la oscuridad. Vio a su alrededor, entreabrió la boca, empezó a llover.
—¿Te parece? Es que Celia quiere vender y vos sabés que ella es una mujer difícil. Si no vendo, la voy a tener que escuchar hasta que vuelva a conseguir un comprador.
—Y que se enoje, ésta es nuestra casa. Aquí vivimos nosotros, aquí vivió mamá; de aquí partimos un día, pero sabiendo que podíamos volver. Si vendés esta casa, es como si nos quedáramos sin memoria, sin rumbo.
Él me lanzó una mirada culposa y agachó la cabeza. Cerró los ojos y me pidió que lo deje solo por un rato. “Andá, andá, adelante hay mucho para hacer. Dejame pensar.”
Fui hasta la entrada del jardín y encendí un cigarrillo. La lluvia se puso fuerte, con razón las plantas crecían y crecían. Si se animaba a no vender, íbamos a tener que llamar a un jardinero para que ordene el desorden, esa maraña de ramas y de hojas que —en realidad— eran nuestro propio reflejo. Pensar que papá siempre fue un hombre duro y ahora existe frágil, indefenso. Aunque no lo diga, sé que le duele el cuerpo, le cuesta caminar. No se queja, pero lo hace despacio, se agita, no mira hacia atrás. “Qué extraña es la vida”, pensé, “pronto yo seré su padre y él será mi hijo”, pero no se lo dije. El tiempo pasó de repente y nos dejó tan solos, tan alejados, como si fuéramos dos extraños que sólo tienen en común el estado del tiempo e ignoran los gritos de una casa a punto de estallar.
Escuché ruidos en el escritorio. Papá se levantó y parecía que estaba moviendo libros y muebles. Fui hasta donde estaba, tenía los ojos rojos. Lloró en silencio, como era su costumbre, pero se lo veía mejor.
—¿Y, papá, pensaste en lo que te dije?
—Sí, vos siempre fuiste medio loco, no sé qué te creías. Si me ayudás, hoy ordenamos todo y mañana contrato un camión.
Horas después salimos, me traje la mesita, algunos libros, un adorno como souvenir. Miré la casa por última vez, papá ponía el candado y la lluvia continuaba, por fuera y por dentro. No podía dejar de pensar en todo aquello que no iba a estar más. Creo que me dijo algo así como si quería que me alcanzara en el auto hasta mi casa. Le respondí que no, “no, papá, gracias; gracias por todo”.
Me aseguré de tomar un taxi que me llevara exactamente hacia el lado opuesto.

Sobre “Lejos aquí”

Todo lo que escribo tiene origen autorreferencial. Luego atravieso esa realidad con elementos ficcionales y la historia que quiero contar puede crecer, cambiar, achicarse: una vez encendidos los motores de la creación, el texto tiene un camino incierto hasta que llega a su destino, que es el lector, y allí el texto realiza un nuevo comienzo.
Este cuento surgió a partir de la venta de la casa de mis abuelos y las relaciones intrafamiliares. No me costó escribir la historia, pero sí tardé en corregir su forma. Para que sienta que un cuento está terminado, debo encontrar el equilibrio justo entre la historia y la forma del decir. Cuando sucede, también sucede un instante de felicidad y siento que lo que hago, tiene sentido.

ENRIQUE SOLINAS (Buenos Aires, 1969). Desde 1989 colabora con publicaciones de Argentina y del exterior, es docente y forma parte de grupos de investigación (CONICET y SIPLET) en Literatura argentina, Literatura latinoamericana y en Literatura y Mística. Publicó en poesía: Signos Oscuros (1995), El Gruñido (1997), El Lugar del Principio (1998), Jardín en Movimiento (2003), Noche de San Juan (2008), El gruñido y otros poemas (Antología poética, 2011), Corazón Sagrado (2014). Invocaciones –cuatro poetas en la voz del mito- (2012). En narrativa: La muerte y su conversación (cuentos, 2007). Ha traducido y versionado a numerosos autores, entre ellos a Safo de Lesbos, Horacio, Sharon Olds, Lucielle Clifton, Thomas Merton, Patrick Kavanagh, Edward Thomas, Roy Campbell, Anne Sexton, Sylvia Plath, Jane Kenyon, Crystal Williams, Henri Cole, , Li Young-Lee, Alda Merini, Zhao Lihong, Gu Cheng, etc.
Por su labor literaria obtuvo varios premios, entre ellos, 1er. Premio Nacional Iniciación Bienio 1992/1993, de la Secretaría de Cultura de la Nación, el 1er. Premio Dirección General de Bibliotecas Municipales de Buenos Aires 1993, Mención en los Premios Municipales de la Ciudad de Buenos Aires a la Producción 1994/1995, Subsidio Nacional de Creación de la Fundación Antorchas, Concurso 1997 de Becas y Subsidios para las Artes, el 1er. Premio Estímulo a la Creación año 2000 de la Secretaría de Cultura de la Nación, el 1er. Premio de Cuento Fantástico 2004 de la Fundación Ciudad de Arena y la Secretaría de Cultura de la Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires, etc. Obtuvo la Beca de Residencia Shanghái Writing Program en 2014.
Su obra y forma de parte de antologías nacionales e internacionales, siendo traducido al inglés, al italiano, al griego, al portugués y al chino.

Actualmente, su actividad incluye la narrativa, la traducción, el periodismo cultural, la crítica literaria y de artes plásticas, y la investigación.